Trump, la motosierra y el perro Jingo
Trump y Vance representan un intento de curar un problema real con una medicina peor que la enfermedad: el retorno del jingoísmo.
Trump es como un cirujano improvisado que intenta cortarte una pierna gangrenada usando una motosierra. Puede que te salve y puede que te mate; desde luego el tratamiento no es el más apropiado. Pero el problema de base es innegable.
Sus tácticas discutibles no afectan sólo a los estadounidenses, que para eso le han votado y en el pecado llevan la penitencia. Trump preside el país más poderoso (militar, diplomática y económicamente) del mundo. Un país que lleva décadas posicionado en el centro de la toma de decisiones mundial. Y lo está usando para impulsar una agenda que no es sólo nacionalista (“América first”), sino excepcionalista (“América por encima del derecho internacional, y de cualquier derecho de nadie que no sea estadounidense”). Y eso es un problema serio.
Hay una palabra en inglés, jingoism, que define “el exceso de patriotismo”, “el nacionalismo en forma de política exterior proactiva y agresiva, promoviendo por ejemplo el uso de amenazas o la fuerza, en lugar de las relaciones pacíficas, para defender sus intereses”. Otra acepción que recoge la Wikipedia es “el exceso de prejuicios al juzgar su propio país como superior a otros, un tipo extremo de nacionalismo”. Un análogo, más agresivo, del chauvinismo y el ultranacionalismo. Nacido en Gran Bretaña (aunque atribuido etimológicamente al vasco), el adjetivo se usó para definir la política exterior estadounidense que les llevó a apoyar el golpe de Estado de Hawaii y su posterior anexión, al tiempo que la guerra contra España y la ocupación de Filipinas y Cuba.
Algunos acusaron a Theodore Roosevelt (no confundir con su sobrino) de jingoismo, y es cierto que era nacionalista agresivo y que no dudaba en empujar con todo para defender sus derechos (“talk softly and carry a big stick”), pero sus políticas exteriores no desembocaron en guerra ni pisotearon a nadie.
El jingoismo, en resumen, es el uso de cualquier medio en apoyo de los “intereses nacionales”, despreciando los derechos ajenos. Es el ultranacionalismo excepcionalista que ha declarado Trump, que subyace en su oferta de compra de Groenlandia (y las coacciones que le acompañan), su propuesta de convertir Gaza en Benidorm tras limpiarla étnicamente, o su abandono de la república de Rojava a los pies de los turcos y los islamistas sirios. Es lo que subyace en su intento de convertir la OTAN en un negocio de protección. Por no hablar de la propuesta de partir Ucrania, a cambio de que Putin le garantice acceso a los minerales de la zona anexionada, y dejando pasar la mayor agresión al derecho internacional desde la Segunda Guerra Mundial.
También subyace en el replanteamiento de las relaciones comerciales estadounidenses. De nuevo, el problema es real, y doble: EEUU ofrece libre acceso a su mercado a muchos países, y en muchos sectores, sin recibir el mismo tipo de acceso recíproco. No hablamos sólo de China, sino de otros países de Asia como Korea, que protegen sus mercados internos agresivamente mientras sus empresas exportan a todo el mundo.
Y no hablamos sólo de aranceles: las ayudas del gobierno chino al sector automovilístico han sido tan fuertes que tienen las plantas funcionando al 60% y una guerra de precios permanente. En el caso de los paneles solares, están produciendo a pérdida.
Otros países, ya sea Canadá, México o Europa, tienen condiciones asimétricas mucho más modestas (o inexistentes), pero aún así consiguen vender a EEUU más de lo que importan. Y ahí el jingoísmo de Trump pasa de exigir igualdad de condiciones a exigir igualdad de resultados: quiere forzar a estos países a importar más, usando todas las herramientas posibles, lo que implica favorecer a sus productores.
En resumen, la política exterior de Trump equivale al uso de la motosierra sobre el sistema de derecho internacional y de garantías recíprocas construido desde la Primera Guerra Mundial. No estamos pasando de un “orden multilateral” a relaciones “bilaterales”: es una política unilateral, que no ve valor a promover ni respetar un marco estable porque cree que puede beneficiarse de su ventaja de peso más que de un campo de juego igual para todos. Lo más parecido a la ley del más fuerte.
No es lo mismo gobernar liderando una coalición que intentar imponerse en minoría.
Aunque EEUU es todavía el jugador más fuerte a nivel mundial, no lo es a nivel regional. Y esa política basada en las relaciones de fuerza (y no de derecho) es lo que apuntala su facilidad para aprobar lo hecho por Putin, lo que justifica el abandono de los kurdos y la Rojava, y lo que pone los pelos de punta en Taiwan.
Esa disposición a dejar a aliados, amigos y derecho internacional al márgen para defender sus propios intereses tiene un coste, y son las alianzas. Las afinidades culturales y relaciones comerciales no son lo que ha mantenido a Occidente unido: Alemania y Francia eran muy parecidas culturalmente cuando se enfrentaron en dos guerras mundiales. Lo que evita los conflictos es un marco claro de colaboración que respeta los derechos y los intereses de todos: la Comunidad Europea del Carbón y el Acero se construyó para evitar los conflictos, garantizando a ambos países acceso a recursos que necesitaban sin necesidad de arrebatárselo al otro por las armas. Lo que mantuvo a Rusia fuera de los países bálticos, y no de Georgia o Ucrania, fue una alianza militar con compromiso de ayuda recíproca creíble.
Trump está rompiendo Occidente económica y militarmente (y aquí hablo de “Occidente” en sentido amplio, abarcando Taiwan, Filipinas, Nueva Zelanda y Australia entre otros). Al intentar forzar condiciones ventajosas para su propio país está obligando a sus aliados a buscar modos de desligarse de EEUU, de reducir su dependencia, y de evitar la subordinación.
EEUU va a pasar de contar con la fuerza (militar, económica, cultural) de sus aliados a tener que defender sus intereses sin ellos, y en competencia con ellos. Y no es lo mismo gobernar liderando una coalición que intentar imponerse en minoría.
Si sólo fuera Trump, podríamos hablar de una situación transitoria, una anomalía que se resolvería con el tiempo. Pero es un segundo mandato, una confirmación de esa ideología. Detrás viene Vance, que es más jingoísta que Trump porque lo es conscientemente. Y lo que es peor, la motosierra no es irracional. Realmente hay una gangrena que curar. Así que es probable que estas políticas duren.
Y si quieren preocuparse más, piensen en la hornada de líderes nacionalistas que ascienden por toda Europa y que comparten la visión de Trump sobre la gangrena… pero tienen unos intereses nacionales muy divergentes. Esto se va a poner demasiado interesante.
Ilustración: fragmento de una caricatura de Oscar Cesare (1916) vía Wikimedia.
Romper el orden, romperlo tanto política como económicamente a la vez y conformando un todo; arrojar por ende una dosis inmensa de incertidumbre a las relaciones interestatales, esto es, al inmedianto futuro mundial, es también convocar a la guerra entre los comensales participantes en el banquete. Y, sin embargo, no se ha molestado en extenderle su personal invitación, como si tuviera una brújala con la que navegar con seguridad entre la incertidumbre y, por lo tanto, como si a la guerra se la pudiera tranquilamente, una vez convocada, confinar en la teoría. No sé qué me aturde y acongoja más, si el uso de la motosierra en una gangrena por un aficionado, o la seguridad que muestra de que la pierna permanecerá en su lugar y curada una vez aplicada aquélla. Lo que sí sé, don Miguel, es que me has fastidiado mi cumpleaños y eso no se le hace a un amigo, de modo que el próximo año me lo pensaré bien antes de cumplir más...