¿Qué significa la “era post-woke”?
La población a ambos lados del charco ha soportado el “nuevo consenso” mucho tiempo, pero los damnificados y ofendidos cada vez son más. Y la compresión tiene un límite.
Como ya adelantábamos en artículos anteriores, uno de los mayores factores que han impulsado la victoria de Donald Trump ha sido la insatisfacción (a falta de mejor adjetivo) con una serie de medidas que perjudican u ofenden a una mayoría de la población estadounidense en nombre de valores que esa misma mayoría comparte, pero no hasta ese punto. Medidas promovidas por lo que ven como una “élite desconectada” centrada en los medios y las universidades.
Nos puede parece que EEUU queda muy lejos, pero cualquier lectura seria del fenómeno de Brexit (o de Orban) lleva a las mismas conclusiones, aunque con valores parcialmente diferentes. En el caso de los EEUU el problema se centró en las políticas identitarias (teoría crítica de raza, discriminación positiva, derechos trans) y migratorias (tratamiento privilegiado a inmigrantes ilegales), pero también en los excesos de la globalización (permitir comercio sin barreras con países que compiten injustamente… o que simplemente ponen en peligro el tejido productivo propio). En el caso de Reino Unido el problema estaba entonces más centrado en la inmigración y la destrucción de puestos de trabajo industriales, y su efecto sobre el nivel de vida de la mayoría.
En ambos casos, lo que podría ser una diferencia de opiniones se ha convertido en una batalla “cultural” en la que se da valor ético a las posturas políticas: un bando considera inmoral negar derechos plenos a los inmigrantes ilegales mientras otro considera inmoral que entren personas potencialmente peligrosas sin visar y consuman servicios públicos. Unos consideran inmoral no dejar que una persona determine su “género” según su voluntad, y otros consideran inmoral que se retire la custodia a los padres que niegan tratamiento hormonal a un menor. Unos consideran inmoral que no se permita a una mujer abortar por la razón que quiera, y otros que se permita sin límites e incluso a término.
En todos los casos, el problema es el mismo: ambos bandos consideran que deben imponer como ley su opción preferida, y para ello descalificar socialmente la opuesta. La “batalla cultural” son dos bandos intentando practicar ingeniería social sobre el público votante, que no comparte ninguno de los dos extremos.
Es evidente que a este lado del Atlántico hay parecidos notables. La sociedad abierta promovida por unos choca con la incapacidad del tejido económico y social europeo para absorber inmigración masiva, lo que causa graves problemas de seguridad pública. Las políticas identitarias de la nueva izquierda han llevado los derechos trans mucho más allá de la “ventana de Overton”, causando un rechazo visceral en gran parte de la población. El ecologismo oficial ha promovido una transición energética mucho más rápida de lo que puede absorber la industria, disparando los costes de energía y haciendo imposible competir con rivales subvencionados en China o EEUU, lo que se traduce directamente en cantidad y calidad de empleo. Y la miopía comercial ha permitido a competidores externos (en el Magreb, en Asia, y en todas partes) machacar a los europeos por el simple procedimiento de no cumplir las mismas y costosas normas, y que no se las exijan en la frontera (algo que también paga el empleo). Añade a Putin revolviendo el caldero y tienes Europa a punto de hervir.
Todo esto es conocido. Son cosas que reconoce cualquiera, si apagas el micrófono. Pero hay partidos (de izquierda, derecha y centro) que han construido su agenda sobre abanderar las causas que ahora parecen haber rebasado el umbral de la sensatez, y se resisten a abandonarlas. Hay enormes burocracias, públicas o financiadas con dinero del contribuyente (pensad en los medios de comunicación), creadas para fomentar esos valores y sin frenos para reconocer cuándo han sobrepasado críticamente el consenso social. Y esa desconexión entre partidos tradicionales e instituciones, por un lado, y la población por el otro, lleva a soluciones antisistema: populismos que rechazan a la vez el problema y el Estado de Derecho, en distintos grados.
La población a ambos lados del charco ha soportado el “nuevo consenso” mucho tiempo, pero los damnificados y ofendidos cada vez son más. Y la compresión tiene un límite. En distintos puntos, por distintas razones y con distinto nivel de ruido, la presa que contiene la reacción se ha ido rompiendo. La primera gran grieta a nivel global se pudo ver con el proceso contra Johnny Depp, o más concretamente en su demanda por difamación contra su exmujer Amber Heard, cuando el gran público de todo el mundo pudo apreciar el grado en que medios e industria habían participado en un linchamiento a partir de una acusación falsa de maltrato. El “Yo sí te creo” quedó herido de muerte en la conciencia popular.
El siguiente gran crujido llegó a partir del ataque de Hamas en Israel, cuando la izquierda radical europea (y parte de la menos radical) tomó partido por los terroristas en supuesta defensa de la misma población palestina a la que los terroristas estaban usando como escudos humanos. En un tema en el que no hay manos inocentes (y la opresión previa israelí es tan innegable como sus tácticas militares son discutibles) la falta de criterio ético de estas formaciones chocó de frente con la sensibilidad de la inmensa mayoría, y por primera vez en décadas no consiguieron dominar la agenda (salvo en España).
El tercero ha llegado con la victoria de Donald Trump, con una mayoría inesperada y con una agenda aislacionista y retrógrada. Sus oponentes todavía están tratando de justificar lo que ha pasado, culpando a la inflación para no reconocer que es su agenda lo que ha sido rechazado incluso al precio de elegir a un político manifiestamente inestable, incompetente e incluso peligroso (por citar sólo al Economist).
No son las únicas grietas. Hasta en las universidades (sobre todo anglosajonas) los claustros están votando a favor de la libertad de opinión y la neutralidad institucional, asustados ante la inquisición de la corrección política. Bukele ha llevado al límite la presunción de inocencia encerrando a todo el que lleve tatuajes de banda, y la revolución de Milei aún no se ha estrellado.
El establishment se está disolviendo en Alemania y en Francia; en Italia se disolvió hace tiempo, y en el Este de la UE el péndulo sigue oscilando. Los países nórdicos están normalizando posturas que hace poco eran impensables, bajo la presión de partidos populistas. Es previsible que esta adaptación de los viejos partidos siga adelante, y que los nuevos populismos ganen poder y se normalicen, como los Hermanos de Italia de la señora Meloni. No será homogéneo ni siempre agradable, pero cuando la clase política se pasa más de una década de espaldas a problemas evidentes, es normal que la reacción sea ligeramente extrema. Lo importante es garantizar que las políticas nuevas no degradan el Estado de Derecho. Algo complicado, porque ha perdido un cierto prestigio entre los damnificados por quienes abusan de él, y los populistas no le tienen cariño. Trump, por ejemplo, equipara las instituciones independientes con un “deep state” antidemocrático.
Por otra parte, que la reacción haya roto la presa no significa que nada se haya corregido (ni que la corrección sea necesariamente mejor). Leyes, estructuras gubernamentales, presupuestos, y enormes bloques de opinión han sido creados y siguen determinando lo que hacemos. Por no mencionar a colectivos de millones de personas que tienen un interés muy claro en la situación actual. No sólo los inmigrantes que hemos acogido y que ahora hay que tratar de un modo sostenible. Las políticas identitarias tienen beneficiarios concretos, ya sean los nacionalistas privilegiados para acceder a plazas de empleo públicas, los beneficiarios de cualquiera de los derechos discriminatorios actualmente vigentes, los que trabajan para promoverlos, o las empresas que se benefician del comercio. O incluso los pensionistas que (en países como España) cobran más de lo que han aportado. Todos votan o al menos se manifiestan.
Como todos los grandes cambios de sentido del péndulo, éste no tiene una fecha concreta de inicio, no será homogéneo y no será siempre positivo. Pero ya es innegable que está en marcha, y será tarea de todos procurar que no rompa nada importante en su camino.
Imagen de Rusty Watson vía Unsplash.