Los pecados del centro
De fórmula mágica a etiqueta bajo sospecha, gracias a los excesos de la maquinaria de prescripción de opinión.
Hace unas pocas décadas se decía que “las elecciones se ganan en el centro”. Los candidatos presidenciales estadounidenses, tras ganar sus primarias predicando a los más radicales, dejaban a un lado las agendas excluyentes e intentaban llegar a esa mayoría que grita menos pero que (se supone) vota y determina las elecciones. Los partidos que aspiraban a gobernar en Europa buscaban el centro: las etiquetas aceptables eran “centroderecha”, “centroizquierda” o “centro” a secas. Sin centro no había paraíso, ni posibilidad de protagonizar un gobierno.
Para 2015, las cosas estaban cambiando. Los expertos de verdad (los que cobran por asesorar) ya hablaban de buscar y usar la radicalización para movilizar el voto. De eliminar el centro. De usar las redes para evitar el filtro de los medios establecidos y su propensión a la moderación. Y les empezaba a funcionar.
Les funcionaba no sólo porque realmente las redes estaban suplantando a los prescriptores de opinión habituales, sino porque los votantes occidentales empezaban a ser muy conscientes del declive en su nivel de vida y en la calidad de sus democracias. Es decir, porque las políticas “de centro” no estaban siendo eficaces para garantizar el bienestar y el Estado de Derecho. Es el momento en que las empresas baten récords de beneficios gracias a relocalizar la producción industrial a China, y Occidente intenta reinventarse como una sociedad de servicios (con millones condenados a puestos peor pagados y menos estables). Es el momento también en que los dirigentes de Occidente asumen consignas ambientales y humanitarias más allá de sus posibilidades, y del bienestar de sus poblaciones. Cuando la política migratoria, la “transición energética”, el comercio global, o la protección de minorías se diseñan sin tener en cuenta la voluntad de la población o las consecuencias sobre su bienestar. En resumen, cuando la ideología se impone a la razón, y produce monstruos.
Es el momento en que esos monstruos hacen emerger populismos en Gran Bretaña, Hungría o Polonia, o incluso en EEUU, pero también en el que se radicaliza su defensa y algunas izquierdas asumen posiciones también populistas. Es el momento en que Sánchez deja de decir que es “de centro” y reivindica “la izquierda” sobre la socialdemocracia. Empieza a ponerse en cuestión el papel de elementos esenciales en una democracia liberal moderna, como la división de poderes, o la protección de los derechos y libertades de las minorías frente a una mayoría parlamentaria. Los partidos iliberales, o populistas, empiezan a asomar la patita en Europa (y toman fuerza en Hispanoamérica).
Hasta aproximadamente 2022, en la mayor parte de Occidente esos movimientos populistas son mantenidos a raya no sólo por el establishment o los partidos tradicionales de gobierno, sino por los votantes. El “centro” sigue siendo el terreno donde se ganan las elecciones, pese a que los partidos “de centro” van perdiendo peso rápidamente a manos de partidos de más amplio espectro (o en otras palabras, que albergan posiciones más extremas).
¿Qué es centro? ¿Y tú me lo preguntas?
Hoy ya no es así. “Centro” ha pasado de significar “consenso” y “moderación” a indicar “establishment” endogámico. Hoy se usa (desde los extremos, que empiezan a ser mayoría) para designar a los partidos antiguos y, sobre todo, a las estructuras de poder que han crecido a su alrededor. Y así es como lo ve cada vez más gente.
Los populistas siempre se han caracterizado por criticar las instituciones básicas de la democracia liberal. Esos jueces que no responden al sentir popular sino a la ciega ley. Esas garantías que impiden a un gobierno censurar a quien les critica (o a quien discute su visión de la historia). Esas instituciones neutrales que les impiden imprimir dinero para cubrir los déficit sin endeudarse. Y no hablemos de esa Europa empeñada en exigir la Carta de Derechos, digan lo que digan los votantes.
Hoy, Trump (y mucha más gente) ve esas instituciones independientes como “el Estado profundo”, esa casta de funcionarios ajenos al poder democrático que determinan las políticas públicas mande quien mande. Sánchez (y mucha más gente) ve al poder judicial como una injerencia sobre la voluntad popular, y a su control de la acción de gobierno como “lawfare”. Erdogán (y tantos otros) piensan que todo lo que tiene que saber un presidente de banco central lo sabe su yerno, y se resume en seguirle la corriente. Hoy, Le Pen tiene mayoría de votantes en Francia. Hoy, la coalición permanente en el seno del Parlamento Europeo se tambalea ante la evidencia del peso de partidos como los Fratelli d’Italia.
El problema, como siempre, es que, cuando el populismo suena, agua lleva. Los partidos “de centro”, y en concreto los socialdemócratas, llevan décadas promoviendo estructuras, dentro y fuera del gobierno pero alimentadas por dinero público, diseñadas para prescribir y promover una serie de valores (de tolerancia, de igualdad, de solidaridad, de respeto a las lenguas regionales…) que en su día eran de consenso, pero han ido evolucionado, retroalimentándose y extremándose. La desconexión entre la corrección política predicada desde esas instituciones, por un lado, y el sentir (y bienestar) de gran parte de la población, ha llegado a un punto crítico, y hoy alimenta tanto a la izquierda identitaria como a la reacción conservadora.
Un establishment administrativo, académico y mediático que acepta como verdad revelada (y trata como si fuera ley vigente) esa corrección política, es un establishment que no es democrático. Y eso, lamentablemente, existe, aunque no sea necesariamente la norma. Y sirve tanto de arma como de excusa a los populismos para atacar pilares fundamentales de esa misma democracia que dicen defender.
Centro revolucionario
La tentación de usar el poder para prescribir opinión es tan vieja como el poder. Y poder mantener otra opinión, sin consecuencias negativas, es la definición de libertad.
Esa libertad requiere esas instituciones (y esa prensa) independientes y esa separación de poderes. Pero requiere que existan de verdad, no sobre el papel. Y eso implica recortar la capacidad del gobierno para prescribir lo que deben pensar y cómo deben vivir los ciudadanos. Algo complicado cuando llevamos décadas dejando en manos del poder (y de ese consenso autoimpulsado llamado “corrección política”) la determinación de lo que está bien y lo que está mal, ya sea mediante la educación pública o las subvenciones.
Eso es la democracia liberal, cuando le quitas las adherencias. Una que se asegura de que tienes el derecho de ser lo que te parezca y pensar lo que quieras, en igualdad de derechos, pero no pretende que tenga que gustarle a nadie. Esa es la “tolerancia” del centro, y no otra.
El “centro” al que atacan los populistas es un hombre de paja, una caricatura basada en una deformación. Y corremos el riesgo de que la quema de ese hombre de paja dañe los valores y defensas de la democracia, consagrando el principio de que sólo está bien ser como gusta a quien gobierna, ahondando en el problema en lugar de resolverlo.
Recuperar una democracia real no pasa por el iliberialismo populista de Mélenchon ni el de Orbán. Pasa por reconstruir las instituciones y librarlas de los elementos extraños que alimentan a un bando, provocan a otro, y generan políticas contrarias al interés común. Lo triste es que el “centro revolucionario”, casi punk, que defienda esa metamorfosis, hoy no existe.
Imagen creada usando la IA de Bing.