Larra, ¡feliz cumpleaños!
En una España necesitada de reformas, de libertad de conciencia, de igualdad... Mariano José de Larra se acabó suicidando.
El presente texto fue redactado y publicado hace 15 años, cuando Larra cumplía sus primeros 200.
Mañana, 24 de marzo, Larra cumple 200 años. Cuentan que poco antes de cumplir los 28, un pistoletazo de su puño y letra le hizo, esta vez literalmente, pasar a mejor vida. Con todo, algunos sospecharon ya entonces, y hoy es vox populi, que no se trataba sino de uno más de sus trucos de prestidigitador de las palabras, esos diminutos seres que en sus manos obraban maravillas, de los primeros efectos especiales de un cine aún por inventar: que las palabras, encantadas con quien las encantaba, utilizaron el mármol de sus escritos para esculpir por sí mismas una nueva oda a la inmortalidad.
Y es que las palabras, en efecto, modeladas por Larra, hacían todo lo que él les decía. Si las retorcía por aquí, las estiraba por allá y las apretaba por acullá, todo ello en las proporciones debidas, con el engrudo resultante lo mismo te sacaba a aquél patriota barato, boyante de indelicadeza y carente de urbanidad que era el “castellano viejo”, que a otros pequeños monstruos petulantes, en los que la época se iba dejando la fama y España el alma.
Por ejemplo. Unos ligeros toques de colorete y ya tenemos al soberbio Don Timoteo; soberbio, más que nada, porque por algo habría de destacar en una España pedestre un homínido que parecía saberse el alfabeto, y a falta de talento, la única llave maestra legítima para hacerse notar en sociedad, su estupidez se empeñaba en ostentar su dignidad. Seguro que además él, un tipo alto, era un entendido en tabacos, ya que en el año 97 hizo una comedia… (Piruetas con las palabras siempre las hizo Larra, y con el perfume de humor que destiló de ellas no raramente roció a esos personajes adventicios hasta lograr humanizarlos ante el lector. A veces, como aquí, aprovechaba para rendir homenaje a uno de sus objetos de culto, Cervantes, quien en El Retablo de las maravillas ya nos había obsequiado con un fantasma que, a fin de conseguir el puesto de actor, adujo como principal mérito el de ser castellano viejo).
Otra pinceladita más y el aborto habría sido Don Periquito, un nuevo soldado de esa ignorancia culta, sin parentela alguna con la de Nicolás de Cusa, que asolaba al país, y que a diferencia de su hermano de sangre se caracteriza por asolar verbalmente a su país exaltando al tiempo todo lo extranjero.
Con la misma apelmazada materia, pero dejándole apenas un brillo de colorete, y retocando un poco el engrudo hasta adquirir el modelado justo y, ¡zas!, ahí tenemos a Don Cándido Buena fe, ese ejemplar de raza que será tan buen liberal como monárquico, pero no porque guste volver la chaqueta del revés, sino por ese fideísmo militante de la letra impresa que le hace creer a pie juntillas cuanto ella anuncia. Uno aprieta un poco las palabras que le dan forma y lo que escupe el molde es el sempiterno fanático potencial que la cultura política española produce cuando respira (y conste que aquí me salto hablar del faccioso que ves ya crecidito en algunos lugares en cuanto vuelves la cabeza después de haber dado “una patada en el suelo”, ése que entre otras muchas propiedades “pica como la cebolla, tiene más dientes que el ajo, pero sin tener cabeza; cría, en fin, mucho pelo como el coco, cuyas veces hace en ocasiones”, al que este “maestro en la edad en la que algunos comenzamos a ser discípulos”, como dijo de él Gabriel Miró, magistralmente pergeña en su La planta nueva o el faccioso).
Si Larra, en cambio, aplastaba las palabras contra el suelo, hacía una pelota achatada con ellas, le emperifollaba la calva y le daba puntapiés contra una pared, cada trozo desprendido de la célula madre era tan idéntico al anterior que, alineados, formaban el ejército del parecer, ejército que invadió España luego de invadir Francia, según Rousseau, y que se extendería sin apenas resistencia por toda Europa; un ejército que, en España, despojados sus miembros de sus máscaras lo veríamos ahíto de cándidos periquitos sin buena fe y sin talento literario alguno ni del otro, así como de castellanos viejos, expertos todos en el arte de parecer lo que no se es. Y ejército, en fin, que, también en España, ocupaba el otro platillo de la balanza de la pretenciosidad local, estando el primero, el de la chulería, naturalmente ocupado por el ejército de calaveras, de las que el subtipo calavera silvestre era racialmente carpetovetónico.
Haciendo juegos malabares con las palabras, forzándolas sin tregua a estirarse, contraerse, deshacerse, rehacerse en dosis diversas, llenándolas de color al tiempo que de dolor, Larra forjó aquel friso memorable de arcaicos personajes que se contorsionan como posesos en la danza del sinsentido, que habían perdido pie en la historia pero aún llenaban el suelo patrio pese a las varias semillas de renovación que creyese ver florecer en el camino; o aquella impar galería de situaciones con las cuales la realidad hispana competía literariamente en capacidad de sorpresa con la imaginación forastera. Un fresco, el del alma española, análogo al que Goya había retratado -sin color, para representar el natural- en sus Caprichos: el aquelarre del ser rebelándose contra el parecer.
No sé si será una impresión, pero a mí me da que Larra ha vivido su vida del revés, como de adelante atrás. Un día va y se le ocurre nacer en casa de un afrancesado, nada menos: ¿no tenía otro sitio donde ir? En la propia familia paterna, con haber sido hijo en vez de sobrino, todo hubiera estado en su sitio. Pero no, va y nace hijo de un médico, de esos que aprenden y curan luego deexperimentar en vez de rogando a dios o a la virgen, como suelen decir los papas cuando ya les han curado los médicos. Todo eso, en España, era pecado grave, de los que condenan, por lo que, en efecto, la familia hubo de exiliarse a Francia, donde el pequeño Mariano José vivió desde los cuatro a los nueve años (cuando su padre, que también tenía su corazoncito, aprovechando su enchufe con el liberal rey, adelantó a sus compañeros de destierro en su regreso al redil).
Lo malo es que cuando regresó ya había sufrido la influencia de una educación liberal, lo cual se notaba en lo peor: que le fustigaría a mantenerse permanentemente en contacto con la cultura francesa (si bien en su juventud le cundió menos, dadas sus preferencias monárquicas). Lo raro de todo ello es que llegara a un país que entonces era el sepulcro de toda esperanza y que al crecer se quedara allí: ¿le seduciría en verdad esa breve primavera de tres años que él vivió al poco de llegar? El caso es que si en algún momento quiso forzar racionalmente la esperanza, el deseo le duró poco, pues alguien que conoce el valor de la educación –lo fácilmente que arruina una vida la mala y la posibilidad que da de abrir el mundo la buena–, no tardó demasiado en darle las definitivas Buenas noches a un futuro de razón y orden para España, ese cuasi “país de ciegos (gran circunstancia para todo lo que es fe)”, por cierto.
Un día va y, tras la caída de Mendizábal en 1836, gana un escaño en las Cortes. Pero al ratito van otros, se amotinan, y adiós al escaño, es decir, a la posibilidad de contribuir a la conversión de sus palabras en acciones. O sea, vuelta a la palabra. La ocasión era pintiparada para diagnosticar si España era un país definitivamente apestado o si, por el contrario, con terapias de choque el cadáveradmitía resurrección. Quizá una batería de reformas sabiamente orquestada habría conseguido lo imposible, es decir, levantar un país capaz de hacer algo más que “llorar y traducir”; en el que la técnica hubiera echado una mano en poner en marcha un progreso propio en lugar de reflejar el de la época, en el que “las ideas [que] se agarran como el polvo a los paquetes y viajan también en diligencia” beneficiaran al conjunto de la sociedad en vez de facilitar la vida a los tiranos de oficio, y que esos mismos viajes contribuyeran a limpiar el polvo de las mentes con el que el sedentarismo absolutista las atrofia, limpiando así la razón de las pústulas con la que los prejuicios la pudren y liberando la vida de las cárceles en las que las costumbres la encierran.
Un país necesitado al respecto de varias operaciones quirúrgicas urgentes: la de extirpar del corazón de su zafia plebe esa masa inerte y fatal de credulidad, superstición ignorancia y fanatismo que la sulfura a la vez que la atemoriza, y de su mente esa musa de violencias que mayormente la inspira, la iglesia católica, con su pasión confesa por el oscurantismo y la intolerancia, el portero con el que el progreso no puede cruzar la frontera sin hablar con él y autoerigida en baluarte nacional de la ortodoxia. Y la de extirpar de su élite nobiliaria, de atributos tan similares a la plebe a la que manda pese al foso que las une, algunos de esos usos tan suyos confinantes con la barbarie, de los que el duelo es marcial ejemplo. Quizá así su historia deje de ser triste y sus héroes la engrandezcan un día.
Un país que requiere adoptar posiciones políticamente claras, como borrar la mancha permanente que la religión ha dejado en el Estado al emplazar el solio pontificio sobre el trono, mancha de la que ni la mismísima, y por ello reprobable, Constitución de 1812 logró redimirse; que desarraigue su influencia dictando normas que autoricen en al menos iguales condiciones la propagación de otras verdades más necesarias para la vida civil, además de menos pecaminosas desde un punto de vista intelectual. Quizá así un día su futuro amortigüe esa tendencia al levantamiento de sus benditos cuando en la sociedad no se comulga con sus ruedas de molino, disipe algo las brumas del absolutismo, otra afinidad electiva más, y hasta prevenga con moderado éxito la formación de híbridos tan extraños, aquí y en otras latitudes, como algún Partido Naciocarlista Vasco, una rara pieza de coleccionista que suele hacer política nutrido con numerosas intenciones ocultas, varias almas visibles y dos cabezas que, a juzgar por los abundantes cuernos usados que las exornan y con los que embisten, se dirían de ciervo vizcaíno altamente macho.
Un país al que cabe prescribirle, por tanto, una purificación de su religión para que, erigida en “fuente de toda moral”, se vea finalmente “acompañada de tolerancia y libertad de conciencia” –quizá a Larra le habría convenido aquí autoprescribirse una lectura urgente de Spinoza, que le hubiera permitido constatar lo cerquita que se hallan tan depurada causa de sus ominosos defectos–; pero, al mismo tiempo, cabe prescribirle también una inundación de libertades, que le habrían renovado el cuerpo, vigorizando sus miembros y aireando su espíritu; una ración completa de igualdad ante la ley, una mejora en su juego de representación y la invención de un mecanismo que automáticamente llevase, llegada la ocasión, al titular del mérito hasta las puertas de acceso al cargo público.
Finalmente, un día sin mucho que hacer va y se dispara, dicen que tras la visita de su amante, tan esquiva en sus amoríos con él como su propia patria. Morir de amores, es decir, falto de ellos, quizá sea romántico. Pero para mí el romanticismo de Larra es lo que queda tras salirle el tiro de su racionalismo por la culata de su escepticismo, un gnomo que sólo superficialmente tuvo vida propia. Así pues, incluso en este punto es también deudor de la prisa de las palabras –la única enamorada que jamás le abandonó–, que hartas de la lentitud del tiempo, y sabedoras de su valor por los lustros de los lustros, inventaron el truco del disparo en la sien a fin de liberar su vida eternizándola en leyenda.
Imagen: retrato de Larra por José Gutiérrez de la Vega (fragmento).