La ola (populista) y el castillo de arena
El populismo tampoco tiene soluciones sencillas, pero la primera es llamar al orden a la clase política que ha dejado que tantos problemas graves se enquisten.
Estaba hoy una amiga escuchando a Bukele en la ONU y asintiendo como un muñeco de cuerda, no porque supiera de lo que hablaba (las reformas que precedieron al encarcelamiento masivo de miembros de bandas) sino porque le gustaba el mensaje de que hay que tomar medidas y dejar de hacer lo políticamente correcto.
Hace pocos meses el Frente Nacional ganaba el voto popular en las legislativas francesas. Hace pocos días lo ha ganado un grupo mucho menos saludable en Austria. Orbán sigue en sus trece, pese a que la Comisión le apriete las tuercas. Y puede que pronto tengamos de nuevo a Trump, que proclama que si no gana él, la democracia habrá muerto. Populismo de derechas hay para rato.
No es el único, claro. Frente a Le Pen estaba Melenchon, otro populista de signo contrario que proponía medidas igual de simples para solucionar problemas complejos, sólo que las suyas ya se han probado y no funcionan. En general el populismo de izquierda está de retirada en Europa: después de ver en Grecia lo que pueden hacer si gobiernan, lo tienen complicado.
España, como siempre, ha sido la excepción. Los partidos populistas de izquierda no se han extinguido, sino que han pasado por ósmosis al partido dominante, al PSOE de Pedro Sánchez, que recita sus tesis sin vergüenza alguna. Tesis que son sólo una exageración de esa “corrección política” que está generando tanta reacción.
Populismo (¿y tú me lo preguntas?) son muchas cosas. La principal es la práctica de simplificar, de vender soluciones sencillas para problemas que no las tienen. La dificultad para encontrar vivienda asequible no se cura con controles de precios (ni proclamando que se construya más). La inmigración ilegal no se detiene diciendo que se les va a devolver según entren (¿a dónde? ¿desde qué centro de procesamiento? ¿con qué garantías?). La insolvencia del sistema de pensiones no se soluciona con traspasos puntuales. La lentitud de la justicia no se soluciona abriendo el paso a la judicatura como se abren las rebajas. Las violaciones no desaparecen porque pongas por escrito que si no hay consentimiento, hay delito.
Eso no significa que no haya soluciones. Significa que las que hay son complicadas, requieren conocimiento y trabajo, y sobre todo chocan con esa “corrección política” de la que se queja Bukele, y cuya derivada “woke” se parece tanto al culto a la ignorancia. Por poner un ejemplo, la violencia en las parejas se puede tratar mejor desde los datos objetivos y no asumiendo que siempre se debe a prejuicios heteropatriarcales. La inmigración ilegal se puede contener si se deja de financiar cada MENA con más del doble del salario medio español, se construyen de una vez los centros de procesamiento que pidió Frontex, y se organizan opciones legales que no pasen por pagar a las mafias. Pero tenemos un enorme aparato construido para defender que eso es impensable.
En Austria como en España, el problema que alimenta a los populismos es que de verdad existen problemas, y “el sistema” no los resuelve. A diferencia de Austria, aquí el populismo dominante es de izquierda porque llevamos décadas con el nivel de paro más alto de Europa, lo que crea pobreza, precariado y una gran desilusión en millones de personas que se sienten excluídas por un sistema que vive de espaldas a su realidad.
El populismo es, por tanto, una reacción a un problema real. Cuando el “sistema” rechaza sus soluciones, la reacción del populismo es volverse antisistema: descalificar a los jueces, a las agencias independientes, a los medios, a la oposición. Y, cuando pueden (véase Sánchez) neutralizarlos. Lo malo de eso es que nos deja los pies de los caballos de cualquier mayoría. Y esa mayoría puede decidir que llevar tatuajes es un delito de cárcel, que ser hombre priva de la presunción de inocencia, que a tus hijos no se les va a educar en el idioma que hablas (aunque sea oficial) o que la malversación sólo es delito si el gobierno no te debe favores.
Cuando caemos en el populismo, pasamos de juzgar los argumentos por su mérito a juzgarlos por si la persona que los usa está dispuesta a apoyarnos o no. Ellos o nosotros: esa es la lógica de la macedonia de partidos (esencialmente populistas) que apoya a Sánchez, a los que no les importa lo que pase siempre que su programa salga adelante. Que arda la casa, siempre que se pongan cortinas a mi gusto.
El mal del populismo tampoco tiene soluciones sencillas, pero la primera es llamar al orden a la clase política que ha dejado que esos problemas graves se enquisten. Una clase política que, en el caso de España, lleva décadas debilitando las instituciones y poniéndolas al servicio de los partidos, hasta el punto de que la Fiscalía no puede perseguir acciones del Ejecutivo. Y sobre todo, una clase política que lleva mucho tiempo confundiendo gasto con acción, y comprando las tesis de esa “corrección política”, esa religión de pega que ni es democrática, ni es eficaz, ni tiene nada que ver con el bien común.
Las instituciones de la democracia liberal son como el proverbial castillo de arena: la marea se lo va comiendo, como la naturaleza humana corroe lo que le impide buscar el bien propio y el camino fácil. Por eso mismo hay que defenderlo, reforzarlo, reconstruirlo constantemente. Cuando se permite que caiga, pasa como en Weimar, en Venezuela o en Cataluña: el populismo llega al gobierno y arrasa con los derechos de los demás.
Imagen: Marlene Dietrich en “El Angel Azul”, 1930.