La linterna de Diógenes (IX). De viaje por el Périgord 2
Étienne de la Boëtie, la servidumbre voluntaria, y el modo de recuperar la libertad.
Para quienes la libertad sea destino…
A los magistrados del Tribunal Supremo, ahora que es menester recordar que a las leyes no gustan las distinciones entre personas, pero al servilismo y la cobardía sí.
¡…Y de nuevo la deformación profesional! No sólo por la visita al castillo de Fénelon que les conté en el pasado escrito, sino también porque el mayor hechizo del viaje, más allá de paisajes y castillos, de grutas y bastidas, y muy por encima de todos los sabores de Francia, ha sido el reencuentro con Étienne de la Boëtie, a quien no veía desde hace más de cuarenta años, luego de la primera lectura de su agitador e intrépido Discurso sobre la servidumbre voluntaria. Y cuarenta años después, con más sosiego –que no muerte– en las venas y más dudas en la mente, su relectura renueva emociones pretéritas y eleva el alma hasta la cima de la catarsis política. Escrito a los 18 años, aunque muchos niegan el dato dada la madurez de que hace gala el autor, o incluso a los 17, al decir de su íntimo amigo Montaigne, el discurso pertenece –en una Francia secularmente llena de talento, y con nombres tan grandes como Descartes, Molière, Voltaire, Montesquieu, Diderot, Volney, el mismo Montaigne o el propio Fénelon entre muchísimos otros– al segundo, tras Rabelais, de los cuatro genios que, en orden temporal, ha producido la historia del humanismo en Francia (sobre el pensamiento estrictamente científico mi ignorancia me obliga a mantener la boca sellada), y anterior a Racine y Tocqueville. Ésa es, por lo menos, mi modesta opinión.
Deambulando por las callejuelas del casco viejo de la antigua ciudad libre de Sarlat uno no tarda en toparse con la bella mansión que poco a poco había ido convirtiéndose en el símbolo del poder social de un clan de mercaderes, y en la que el 1 de noviembre de 1530 nacería nuestro protagonista, en el seno de una familia que, con su padre, había empezado ya a aristocratizarse, al desposar a la hija de un noble cortesano. En los treinta y tres años que separan dicha fecha de su muerte, Étienne de la Boëtie acabaría siendo la encarnación del futuro lema con el que Kant resumiría la Ilustración, sapere aude, en cuyo origen no sería en exceso atrevido situar precisamente al ciudadano de Sarlat; y también el punto más lejano al que en su época se podía llegar siendo tal encarnación. ¿Qué nos dice, pues, su Discurso?
El texto tiene otro nombre: Contr’Un, es decir, Contra Uno. ¿Y quién es ese Uno contra el que se debe ir? En tiempos en los que la monarquía se volvía cada vez más poderosa en Francia absorbiendo y centralizando gran parte del poder político repartido por la sociedad, es precisamente el Rey ese Uno: el Rey es el Tirano contra el que todo pueblo debe levantarse (máxime, apostillemos desde hoy, allí donde rey no es precisamente quien lleva la Corona). La naturaleza, al dotarnos de derechos, sólo nos prescribe obediencia a nuestros mayores, que no es sino el amor a los mismos, y la sumisión a la razón: y sólo a ella. Así encontraremos el camino de la virtud, esto es, de la generosidad para con los necesitados, incluso a costa de un cierto sacrificio personal, y de la gratitud con respecto a nuestros bienhechores; y así daremos con el genuino tesoro de nuestra vida de seres libres: “los deberes respectivos de la amistad”. Ninguna otra servidumbre, forzada o voluntaria, es aceptable. Y menos que ninguna la que alegremente se pone al servicio de “UNO SOLO”. Es ésta la voz original cuyos ecos escucharemos siglos después en Rousseau en su crítica radical del Ancien Règime… (bien que servil por siempre con la tiranía).
Imagine el lector que vive en un país donde surge “uno de esos hombres raros” que sólo le ha deparado beneficios: previsión para mantenerlo en el centro del bienestar, audacia en su defensa, prudencia para gobernarlo (como que cae uno en la tentación de pensar en alguien en grado de protegernos de mafias primigenias o de sus hámsters políticos, cualquiera de esos títeres formidables que nos hunden en el abismo y nos continúan vilipendiando después, y cuya veleidosa voluntad, por mucho que gire, acaba siempre en la misma jaulita en la que la corrupción la manipula a placer). ¿Qué haría? Ya sé que la tentación de restaurar el auto de fe con gente así es grande, pero qué haría mi gentil lector, ¿le otorgaría de inmediato su poder a fin de librarnos de manera sempiterna de homúnculos semejantes?
Desde luego, argumentos no le faltarían, y posibilidad de justificarlos aún menos. ¿Pero pensaría en las posibles consecuencias de semejante reducción de su condición humana, de esa mengua de su persona por ceder su poder, de esa solución mediante terceros de problemas propios, en suma: de esa reducción de la política a obediencia? La Boëtie sí lo pensó, al punto que su respuesta es tan gallarda como ejemplar y conmovedora: “si se habitúan a obedecerle de modo imperceptible; si aun se le entregan al punto de acordarle una cierta supremacía, no sabría decir si no sería actuar con sabiduría el quitarle de allí donde puede hacer bien para situarle donde podría hacer mal”. Palabras devastadoras contra la tiranía, contra el poder de uno solo, que cuadran a la perfección con las iniciales del discurso, en las que apunta a una voluntad incontrolada como el peor peligro para la convivencia; con las siguientes, en las que deduce que alinear a la monarquía entre las formas de gobierno no hay que tomarlo siquiera en consideración (aviso precoz contra nuestros republicanos a la venezolana); y que concluyen en este portentoso alegato contra el ejercicio del poder de Uno Soloincluso si le respalda un buen motivo, que profundizan la crítica de Polibio al basiléus aristotélico, al entrañar la deshumanización del ser humano: la renuncia a ser el guía de su estrella.
No hay que esperar a tres buenos amos consecutivos, como pensaba Diderot, para que el pueblo se transmute en un rebaño eclesial, o bien en ese jugoso ganado partitocrático que aplaude la delincuencia gremial al son de su vituperio al poder judicial. Una sola experiencia llegaría a bastar en ciertas condiciones para asegurar tal mutación en el orden natural: un solo Uno, máxime cuando se forja a sí mismo alzado sobre una espesa cohorte de cadáveres vivientes oxidados en la corrupción, lleva consigo el sello de una división social ontológica, la garantía de que el odio sobrevivirá con éxito a su empresa en el odio que le precede mientras lo busca, y el testamento de cenizas que su paso dejará en la sociedad.
Y si ni siquiera un amo así es aceptable, ¿qué decir de todos aquéllos, que sólo son todos, que cambian el bienestar de su pueblo por la grandeur propia, que pisan su cabeza para caminar ellos cómodos, que cortejan la riqueza a costa de su ruina, que de un campesino sacan un soldado merced al culto necrófilo que les induce a adorar la muerte en cuanto medio para su gloria, pero a quienes su cobardía personal les mantiene lejos de donde se muere en el combate? Todos ellos son sólo Uno, un individuo singular con dos pies y dos manos; no sobresalen en inteligencia con respecto a los demás y a menudo son el más cobarde: ¿por qué entonces su voz es la única que se oye, su deseo el único que se realiza? Es el dogma que La Boëtie no acepta, lo que le hace enloquecer conceptualmente y para lo que busca explicación, lo cual es al tiempo la búsqueda del remedio contra una situación semejante.
Para ella, no hay palabra en el idioma. Que Uno Solo mande sobre todos y destruya sus bienes y sus vidas según su capricho no se explica por “la falta de ánimo”, ni por “la falta de valentía”, y ni siquiera por “cobardía”. Lo inconcebible, lo innombrable de rendición semejante es que se deba a la “servidumbre voluntaria”. Y para llegar a eso ha de recorrerse un largo camino; un pueblo no deja de amar su objeto más sagrado, la libertad, ni los restantes dones de la naturaleza, porque sí, sino porque se le “constriñe” o se le “engaña”, y a partir de ahí empieza, al tiempo que se embrutece, a permutar con placer la libertad por el yugo. Y, aun así, tienen que suceder más cosas; ante todo, el envilecimiento del pueblo, y esa es la obra de todo tirano, sea cual fuere su forma de acceso al poder, pues las tres acaban hermanándose en un ejercicio idéntico del mismo.
Ya Maquiavelo nos había enseñado que el poder daba poder, y de Hamilton, más tarde, aprenderíamos que el tiempo es uno de los factores de su aumento; La Boëtie, al revelar la paulatina, aunque reversible, degradación de la humanidad de los siervos de Uno, torna a señalar los efectos del paso del tiempo sobre la sociedad, en este caso en una tiranía. Llama habitude a ese efecto servil que la educación del tirano va esparciendo sobre la convivencia, y su producto final consiste en la conversión de la servidumbre en esclavitud, fase última de la degradación de la Humanidad en la que ésta sólo preserva ya su aspecto en relación con su configuración originaria.
A pesar de todo esto, La Boëtie considera que es posible el retorno a la naturaleza, al mundo plenamente humano de la libertad, la virtud, la fraternidad. Y a tal fin ni siquiera se precisa el abuso de la libertad, es decir, su conversión en ideología o su violenta instrumentación contra quien ejerce el poder en contra de sus legítimos propietarios; a la renuncia que un día hicieron cabe oponer otro en el que se reclame la devolución, para lo que basta determinación: “mostraos pues resueltos a no servir y seréis libres”, les dice a todos los hombres. O, con otras palabras, abandonad las dulzuras de la esclavitud, el vicio sacro de la obediencia; abandonad ante todo el miedo que os atenaza y os insta a la división entre vosotros, y el tirano no será sino un perro que huye con el rabo entre las patas.
Leído desde hoy, ese Discurso-apología de la libertad no deja de quedarse corto a causa de las numerosas conexiones indebidas (algunas maniqueas) presentes en él, como las fijadas entre naturaleza y humanidad –y, en su interior, con la libertad y la amistad–, o entre la libertad y la virtud, la maldad y el vicio, etc.; de la incomprensión de los mecanismos de funcionamiento de la tiranía; del poder casi natural del interés sobre la libertad; o, más simplemente, de las perversidades a que puede dar lugar la defensa a ultranza de la igualdad, entre ellas la extinción violenta del pluralismo. Pero analizado en la época en que nació, el Discurso es una revolución teórica, escrito en ese francés viril, al decir de Tocqueville y que tanto echara de menos en su época –¡qué no habría dicho en la nuestra tras ver un telediario en cualquier televisión francesa!–, que llamaba al pan, pan, y al vino, vino; y que se alza poniendo el dedo en la llaga contra las injusticias estructurales que la organización post feudal del poder introduce en el orden social.
A cambio, su advertencia contra los peligros de una voluntad política sin control o la incompatibilidad entre libertad y miedo –lo opuesto a lo que perorará Hobbes un siglo largo después–, que privan al sujeto de ser el destino de su razón, preservarían hogaño todo el poder de seducción primordial y a su autor en el olimpo a partir del cual la democracia forjaría entre los hombres los cimientos de su leyenda: si, merced a la compraventa de almas, la cobardía ante la verdad, el retorno de la plaga identitaria o el hedonismo sepulcral que reduce a cenizas el horizonte del futuro en la mente humana, entre otras capitulaciones de la razón y servidumbres voluntarias del valor, la melancólica seducción de ayer no vegetara entre los escombros del espejo donde se mira, rota y despavorida, la antaño seductora imagen de la libertad.
Estatua de Étienne de La Boétie en Sarlat-la-Canéda, vía Wikipedia.