La lámpara de Diógenes (XIV)
Dos sonrisas en Medellín (o la vida frente a la historia).
Este artículo fue publicado originalmente en 2003. Y precisamente por éso tiene más interés.
Colombia es un hervidero ante las elecciones que se avecinan, las parlamentarias primero y las presidenciales poco después, aunque sólo estas últimas centren el debate y el interés públicos. El tema estrella, como cabe imaginar, es el de la reelección de Uribe, lo que exigiría una nueva reforma constitucional, es decir, repetir la jugada jurídica que facilitó su anterior reelección.
El mundo renace virgen con cada nacimiento, y que por lo tanto hay responsabilidad, y por ende libertad, allí donde todo parecía escrito.
Es posible que el ojo europeo, tan sobrado de ínfulas, patine en la superficie de dicho debate y no vea en el proceso sino un episodio más del perpetuo embate del populismo latinoamericano contra la afirmación de la democracia en la región. Sin entrar aquí en disquisiciones teóricas acerca de la conveniencia de la repetición del mandato presidencial o bien de su limitación a uno solo, aun cuando no sean del todo, ni mucho menos, ajenas a la causa, sí conviene eliminar desde ya la miopía de esa posible mirada. Partidarios y detractores del actual Presidente se hallan, cierto, embarcados en reeditar batallas pasadas, sólo que en un contexto modificado en el que el azote de la crisis económica se contrapesa con el bálsamo de algunas bondades políticas; unos y otros, en suma, pueden esgrimir razones de peso y pensar con fundamento que la razón, vale decir, el triunfo electoral, caerá de su lado, por mucho que el estado actual de la opinión parezca decantarse a favor de los primeros.
Éstos, en efecto, juegan sin pudor alguno la gran baza con la que cuentan, a saber: la fuerte disminución de la violencia, tanto de la proveniente del narcotráfico y los paramilitares, como de la puesta en juego por la guerrilla, más cercada cada vez y obligada a recular a espacios más restringidos, si bien allí siga haciéndose fuerte, por no decir irreductible, y siga librando encarnizados combates con el ejército. Es esa especie de inicio de ajuste de cuentas con la más emblemática de las asignaturas pendientes de la historia colombiana lo que ha granjeado a Uribe la enorme popularidad de la que goza.
Pero los detractores no se quedan atrás, y cuando, pese al reconocimiento de la labor presidencial en el campo citado, rechazan en cambio su candidatura a un tercer mandato, no cabe duda alguna de que no se trata sólo de una cuestión personal; al revés: al trazar el paralelismo en los fines y en el procedimiento del presidente de Colombia con el de Venezuela, pese a la diferencia en las formas, y que de la boca del primero nunca salgan los escupitajos permanentes con los que razona el segundo; o incluso al denunciar las prácticas de ese católico practicante que finge orar ante las cámaras de televisión a fin de ostentar con su fe su hipocresía, y de ese político narcisista que le llevan a dirigirse directamente al pueblo ninguneando a sus representantes y a las demás fuerzas políticas, lo que la oposición denuncia es la embocadura presidencial de la senda del populismo y la amenaza de expulsar a Montesquieu de la política colombiana aun cultivando su culto en la Constitución colombiana. Se trata por tanto de un destino ya recorrido por el fascista vecino, y del que quisiera preservar a su país, demostrando al actuar así, en un contexto, insisto, en el que se homenajea a la figura presidencial por sus logros frente a la violencia, al menos tanto amor a la libertad como el –legítimo– deseo de acceder a la presidencia. Rousseau, en esta Polonia americana, también habría vibrado orgulloso de su nuevo error en sus pronósticos sobre los grandes Estados.
Con todo, no es mi propósito entrar en los pormenores de la contienda electoral y menos aún de la parlamentaria, aunque ésta no debería desmerecerse, habida cuenta de que entre las intenciones de los partidarios de Uribe está la transformación del actual régimen presidencial en otro parlamentario a fin de darle una mayor apariencia de respetabilidad a su programa de reelección presidencial continuada: de convertirlo en Chávez, pero sin la careta de matón. Mi intención es contarles una anécdota de mi reciente viaje a Colombia, adonde hube de ir por razones de trabajo, que sintetiza, creo, la revelación que experimenté en el país andino. Dejando de lado las cuestiones personales, inicié el viaje con el ansia de llegar a explicarme mínimamente por qué el país que quizá menos haya sufrido en Latinoamérica la plaga del populismo, aunque también sufriera la tentación en la figura de Jorge Eliécer Gaitán, y en el que mayor estabilidad han gozado las instituciones liberal–democráticas, es también históricamente el más violento de la región desde su acceso a la independencia. Democracia y violencia psicológica, política y socialmente institucionalizada en principio se repelen, pero en Colombia conviven: misterio ése que quedó envuelto en un enigma cuando al intentar deducir abstractamente al tipo de hombre que puede dar una situación así el retrato quedó felizmente desmentido por los hechos: el colombiano ideal forjado en mi mente era gratísimamente irreconocible en el colombiano real que tenía frente a mí.
La miseria, en Colombia, es mucho más caleidoscópica que en otros lugares, cierto. Cuando el organizador principal del congreso al que asistía nos llevó a algunos de sus invitados a conocer una parte del chabolismo de Medellín, lo que se veía desde la óptima perspectiva del metrocable –original combinación de metro y funicular, singularmente adecuado a las ciudades colombianas, de orografía tan accidentada, y que agiliza extraordinariamente el desplazamiento de residentes y usuarios en general– no era sólo un océano de chabolas trepando por las montañas circundantes y jugueteando con las alturas, ni el caos urbanístico que juntas componían, ni la simple pero ofensiva desigualdad entre ricos y pobres ya cristalizada; lo que se veía era una fotografía en vivo del pasado reciente de Colombia, a saber: la suerte corrida por una parte de los millones de campesinos expropiados y desplazados por la combinada violencia de paramilitares, guerrillas y narcotraficantes, cuya insaciable brutalidad asfixiaba la cotidianidad y el horizonte de sus víctimas.
En ese paraíso del hacinamiento, es verdad, había diferencias entre los niveles de miseria, perceptibles en las diferencias de las casas, ya que poco a poco se habían ido incorporando en su construcción más metros, materiales de mayor consistencia –tejas en lugar de uralita en las cubiertas, ladrillos en vez de cartones en las paredes, etc.–, antenas de televisión y otros lujos con los que decorar y disimular el infierno. Y allí en medio irrumpe de pronto el Parque Biblioteca España (un diamante entre el carbón si considerado en relación con el ambiente circundante, pero sólo uno más de los muchos testigos que hablan de la transformación en curso de la ciudad, y con el que ésta se subleva contra la imagen caníbal difundida de ella por el narcotráfico como icono de la muerte). Sus formas, sus materiales y su función sintetizan la alianza de la imaginación, el arte, la tecnología, la naturaleza y la historia en pro del desarrollo contra el statu quo, de la educación y del hedonismo frente al fatalismo y la degradación (ignoro cuál será el grado de aprovechamiento de sus posibilidades, pero ése me parece su significado).
Durante la breve visita al centro pude observar a un buen número de alumnos tan enfrascados en sus ordenadores que ni siquiera la presencia de desconocidos suscitaba su interés o su curiosidad. Pero al salir de una de las salas casi tropiezo con dos niñas de unos diez años, paradas junto a la puerta y sonriendo a los desconocidos, dudando si alargar el brazo un poco más para tocar a algunos de ellos. Dos sonrisas maravillosas llenaban de luz su cara, dos emisarios de corazones todavía poblados de sueños, dos bocanadas de ternura en las que resplandecía la inocencia de la vida cuando el dolor aún no se ha ensañado con ella: dos heridas de felicidad infligidas en pleno rostro del cadáver del entorno, al que le infundían los colores de la esperanza, sentí (ni imaginan las dos carcajadas en las que se convirtieron ambas sonrisas cuando, repuestas de la sorpresa inicial, reaccionaron así a mi petición de que cada una me prestara la mitad de su sonrisa para sonreír como ellas).
Recuerdo que fue ese latigazo de humanidad, tan inesperado, lo que me incitó de manera instantánea a pensar embarulladamente en el mundo que había tras las dos sonrisas, en lo que me las hacía inapropiadas. Me representé por tanto al camaleón de la violencia histórica colombiana adaptándose a cada nueva situación hasta hacerse con gran parte del poder del país: desde la justicia de una rebelión por la independencia hasta su uso, en un Estado ya independiente, para fundar la nación que poco tenía con el pueblo real con el que tropezaban los teóricos universalistas que legitimaban la revolución contra el tirano colonial; hasta, ya independientes y nacionales, su abuso en la refundación de la república; hasta la ejercida por los partidos –liberales contra conservadores y a la inversa–, en el siglo XIX tanto como en el XX, para dictaminar quién era el auténtico patriota y llegar al resultado de que siempre lo era quien vencía política o militarmente; hasta la llevada a cabo contra las facciones –draconianos liberales contra gólgotas liberales, etc.– o contra los propios disidentes, llegando a veces a aliarse contra el adversario externo frente al amigo interno…
Y así hasta hoy, en la que unas veces el ejército nacional, otras los paramilitares, o el narcotráfico, o las milicias de la guerrilla, por sí solos o en alianzas cambiantes, actúan sin freno contra la paz y la normalidad democrática, tiñendo el futuro de ceniza y de incertidumbre. Etc. Una violencia que se ha ido universalizando en sus agentes y refinando en sus prácticas, hasta llegar a ser considerada como algo “lógico, normal e inevitable”, según escribiera Thomas Fischer hace ya diez años (mas una violencia, con todo, que pese a naturalizarse en la psique del colombiano ni ha estragado su alma ni ha sido aceptada como totalmente natural, como lo demuestra el apoyo popular a Uribe y justamente por haber combatido –y no precisamente de acuerdo siempre con la legalidad, es decir: también con violencia– y en parte derrotado a la violencia organizada ilegal). Era ese inframundo y, cabe pensar, el de sus obligadas consecuencias, que debía afectarlas directamente a través de sus vivencia personales –el entorno, los padres–, el humo que se había volatilizado tras ambas infantiles sonrisas.
En los días siguientes algo más llegué a conocer de Medellín, una ciudad en la que el contraste entre el oasis del Parque Biblioteca España y el desierto de chabolas circundantes me pareció la primera paradoja de una ciudad llena de ellas: el desarrollo galopante y simultáneo hacia más riqueza y más pobreza; que vive en un tiempo en el que conviven dos épocas: la de los vendedores ambulantes que merodean como pichones en las plazas públicas y parecen venderse sólo unos a otros y la de las grandes empresas de exportación de la primera o segunda zona industrial del país; la de los negocios tradicionales y los edificios inteligentes, y en los primeros, la de unos locales atiborrados de mercancías pero faltos de escaparates y de su orden; la de los pasos apresurados de muchos de sus automovilistas y peatones con la de los pasos en círculo, que conducen como mucho a esa región de la supervivencia que es ninguna parte, con los que calcan sus días los comparsas de la historia, aquéllos cuya presencia es la mejor prueba de su olvido; la del ruido enloquecedor y la de la protesta contra el ruido en aras de una vida más sana; la de la anarquía que legó el miedo y refuerza el egoísmo y la de los derechos y la libertad; la del frenesí que parece querer recuperar los años perdidos y la que rinde culto a las plantas y las flores… Una ciudad con tantas almas como Fausto, en suma.
Cuando en esos días vine a conocer a algunos de sus habitantes pude asimismo constatar que ninguno de ellos se parecía, ni de lejos, al espejo abstracto y apriorista que me había hecho de ellos; sin tratarlos, creía que su temprana y vitalicia familiaridad con la violencia los convertiría en meros figurantes, con el alma embotada por el miedo, el dolor y el odio; la razón, rea en el mejor de los casos del escepticismo, pero más aún del nihilismo y la desesperación; personajes trágicos, pues, con la voluntad corrompida por el más allá fatal de un destino que incluso les habría sustraído, con el deseo de rebelarse contra él, la capacidad de hacerlo. Lo que en cambio vi, y no sólo en el ámbito universitario, fue un mundo pleno de actividad y rigor, almas que no eran sino un festín de los sentidos, proyectos sin cuento de mejora personal y social, intenciones de aprendizaje que trascendían, a diferencia del sabio de Guicciardini, el perímetro de la propia persona y de su corte, y quizá un único y común fetiche que era el de la felicidad personalmente arrebatada a las dificultades del medio y a sus demoníacas tradiciones.
Debo reconocer con inmensa alegría que sólo había errores en el cuadro que había perfilado de ellos antes de tratarlos. Y que, de este modo, no he logrado sino añadir una bendita confusión a mis ideas, a las que sin embargo han abierto un hechizante espacio para la reflexión. Empero, debo asimismo confesar que, si hubo alegría con la revelación, en cambio ya no hubo sorpresa: sólo unos pocos días antes dos sonrisas azules me habían hecho reaprender que el mundo renace virgen con cada nacimiento, y que por lo tanto hay responsabilidad, y por ende libertad, allí donde todo parecía escrito. Ni el dolor lega un testamento, ni la historia es hereditaria ni las muertes terminan con la vida: he ahí el conocimiento que las sonrisas de dos niñas llenan de valor con tan simple gesto.
Imagen de Jose Figueroa vía Unsplash.