La lámpara de Diógenes (XIII)
El asesinato de Asha Ibrahim el 27 de Octubre de 2008 resaltó la distancia entre los valores que damos por sentados en Occidente y los que gobiernan gran parte del mundo.
Asha Ibrahim Dhuhulow tenía 13 años, y aunque por haber nacido donde había nacido era ya víctima al nacer, y había aprendido forzosamente a madurar a destiempo, aún tenía prendida en sus labios la voz de la inocencia, la misma voz que dejó aturdido a su padre una hora antes de que la lapidaran al escucharla anunciándole su propia muerte. A los 13 años Asha había aprendido ya que, en efecto, el infierno existe y está en la tierra, que Somalia es uno de los nombres con los que puede ser identificado, y que una ración de justicia islámica a la somalí, bien servida por los devotos necrófagos que la ejecutan, es una de las maneras de manifestarse.
A los 13 años ya sabía qué era ser violada por tres hombres que ya sabían de su impunidad para violar, cosa que ella desconocía; y ya sabía qué era ser engañada por los familiares de los violadores, que la asesinaron por primera vez al abusar de su inocencia hasta convertirla de denunciante en denunciada: y también supo antes de la lapidación que sin un tribunal que manipula al inocente y protege al culpable, que acusa a los hechos y ofende las propias normas –incluso ésasnormas que son de por sí una acusación a la racionalidad de la especie humana y un homenaje al fanatismo de cierta especie humana religiosa–; sin un tribunal que, en suma, se coloca del lado del poderoso que lo nombra y se vale de la zorra y del león para criminalizar y devorar a la oveja, la justicia islámica no hubiera adquirido la fachada formal requerida para ocultar su complicidad en el crimen. Todo eso lo supo por experiencia y quizá fuera lo último que aprendió.
¿Cabe atribuir un solo gramo de cordura a un tribunal que acusa a una niña célibe de adulterio y le prescribe la máxima pena, es decir, la pena establecida por la Ley Islámica? Si no cabe, ¿quién le ha investido? ¿Se le aplicará el castigo que prescribe dicha ley cuando se descubre la inocencia del asesinado, se aplicará a los irresponsables que lo nombraron? Empero, ¿quién puede negar su cordura, quién osará separar la infamia de su parcialidad, el dolo de su prevaricación? Menos mal que nos quedará el consuelo de ver las calles musulmanas atiborradas de manifestantes protestar por el bochorno que se hace a su religión en nombre de su religión y reclamar el castigo de los criminales. Seguro que, al menos esta vez, ya no será el maligno occidental de turno el que se quedará sólo clamando justicia. Esta vez, seguro, el juicio de la Umma y el de las opiniones públicas musulmanas a tales jueces les rescatará, en materia de derechos humanos, del reino de los fantasmas.
Naturalmente, y volviendo a la realidad, nos contarán un cuento ya contado. El Islam, nos dirán, es una religión de fraternidad y paz universales establecida por un dios misericordioso (el mismo en cuyo nombre se ha ejecutado el crimen), como lo prueba la prohibición al musulmán –especialmente a la mujer– de contraer matrimonio con no musulmanes, la relegación y aun satanización de las demás religiones, cosa que favorece especialmente la integración de los inmigrantes musulmanes en las sociedades de acogida, la guerra santa, o ese látigo pronto a restallar por orden divina sobre la espalda de los adúlteros; o bien ese fuego sagrado que el mismísimo Alá mantiene perpetuamente encendido para castigar ciertos delitos y con el que sus acólitos, en inocente alarde estético, gustan tostar el cuerpo de, por ejemplo, los apóstatas para que compagine con su alma.
Naturalmente, digo, nos contarán ese cuento una vez más, y ahora nos dirán que la lapidación por adulterio jamás de los jamases la menciona El Corán, sino que es una invención posterior que, además, casi nunca se aplica por lo difícil que resulta probarlo: se requieren cuatro testigos –masculinos– que juren haber visto el miembro del hombre “desaparecer” en el cuerpo de la mujer, como si fuera tan difícil encontrar a cuatro perjuros –¿cuántos no han concurrido en el asesinato de Asha Ibrahim?–, máxime en una sociedad de clanes, donde se disuelven las responsabilidades personales en el interior de las complicidades colectivas. Cabe añadir, en relación con la dificultad de su aplicación, y de su consiguiente rareza, que será por eso por lo que sólo lo mantienen en su legislación, y hacen oportuno uso de él, países tan comprometidos con la libertad como Arabia Saudí, Brunei, Emiratos Árabes Unidos, Irán, Malasia, Nigeria, Singapur, Yemen, Sudán, Pakistán y, como es lógico, Somalia (y hasta hace poco Iraq). En fin, no son todos, dirá alguien.
No soy teólogo de ninguno de los sistemas de superstición organizada llamados religiones, pero digo yo que a un dios del que se predica que “es, sobre todas las cosas, omnisciente” (Corán, II, 27), igual no debería habérsele escapado que de los “cien azotes” que graciosamente dispensa “a la adúltera y al adúltero” (Corán, XXIV, 2), y de la situación de subordinación frente al hombre en la que “Él” se encarga de situar a la mujer, otros, más papistas que él mismo, muy pronto se atreverían a deducir que la adúltera debe ser lapidada. Es decir, que podría haberse anticipado a la barbarie incluyendo un mandamiento expreso que prohibiera la lapidación; sin embargo, parece no haberse enterado de que las distracciones de los dioses las pagan los hombres, como ya nos enseñara el mito de Prometeo, y uno se queda sin saber si ello quizá se deba a que a su tan cacareada misericordia la cosa igual no le parece tan mal.
Por lo demás, ¿qué significa en realidad que dicho castigo –por no llamarlo más certeramente desvergüenza moral– no aparezca en el libro sagrado? Pues tan sólo que incluso en los países que lo tienen por constitución, como Arabia Saudí, y que lo reverencian como legislación única y perfecta, no dudan en sacarse de la manga cuando conviene a alguien algún que otro preceptillo que, aparte de enmendar la plana al propio dios omnisciente, satisface a muchos y atemoriza a más. Y, de paso, si bien se mira casi acaba con el mito de que en los países musulmanes no se inventa (de no ser porque, en este caso, el invento se limite a aplicar en tierras musulmanas el Deuteronomio judío, de validez reconocida asimismo en tierras cristianas). Es decir, significa que en ninguno de los países en los que la superstición reina a sus anchas reina un solo dios, aunque sea el propio, pues siempre existirá el intérprete de oficio que, por turno, añada algo de su cosecha propia, proceda del ámbito religioso, del político o de los dos. Los ulemas, después de todo, tienen que entretenerse en algo, y más vale que sea preguntándose si esas nuevas fuentes normativas se avienen al Corán o lo contravienen, porque eso les distrae de preguntarse si el propio Corán –el libro que en su perfección normativa y lógica demuestra su paternidad divina, pues el error y la contradicción son patrimonio exclusivo del hombre– tiene contradicciones o no, o mejor, les distrae de examinar las contradicciones del texto sagrado, no vaya a dejar automáticamente de serlo.
Sean cuales fueren los cuentos que nos cuenten, será difícil convencernos de que la justicia islámica somalí tiene mucho de justicia y poco de islámica, sobre todo si se tiene en cuenta que el progreso de la civilización se define entre otros rasgos por ir rescatando la justicia de la venganza, en tanto principio cardinal de la justicia islámica en materia de homicidio es la Ley del Talión (Corán, II, 173,175). ¿Cuándo le llegará a este libro y a la cultura que ha producido su Spinoza?
Dicen las crónicas que en Somalia este tipo de castigo era infrecuente antes de la llegada al poder de las milicias integristas de Al Shabab, el nombre de Al Qaeda en la región. Cierto o no, el asesinato de Asha Ibrahim Dhuhulow marca el paso del Rubicón en la suerte inmediata de Somalia, pues en el delicado tablero internacional añade una pieza más a las fuerzas del terrorismo islámico. Con ello, el mundo del Islam moderado experimenta una humillación más, si bien no parece que vaya a padecer ni una mala indigestión por eso; pero, quizá, al resto de la comunidad internacional la nueva advertencia de un horizonte sin futuro le sirva para empezar a comprender que la hora de la pasividad ya ha pasado, y que la unión es mejor que la división ante los peligros que nos amenazan.
Imagen basada en foto de Олег Мороз vía Unsplash.