La “Biblioteca Elettronica su Montesquieu e Dintorni” (www.montesquieu.it), de la que es director el exprofesor de la Universidad de Bolonia Domenico Felice, editó hace algunos años las Riflessioni sulla monarchia universale in Europa (“Réflexions sur la monarchie universelle en Europe”, 1734), del insigne pensador francés. Es el propio Felice, máximo representante actual de una vasta y brillante tradición de estudiosos de la obra de Montesquieu –que incluye a uno de sus tres exégetas más importantes, Sergio Cotta–, el autor de la edición citada, una perla más proveniente de un país, Italia, cuyo pedigrí incluye por tradición a algunos de los historiadores de las ideas mejor versados en dicha obra en su teoría y a algunos de los políticos que mejor la violan en la práctica.
El texto, que no resulta del todo desconocido a quien no habiéndolo tenido jamás ante sus ojos sí ha leído, en cambio, la obra maestra del Barón de La Brède, El Espíritu de las leyes, dado que párrafos enteros, como nos va señalando periódicamente el editor, acabaron incorporados en ella; el texto, digo, procedente por aparecer en unas fechas en las que la Unión Europea estaba a punto de estrenar Constitución tras haber superado el compás de espera del último reticente, el Presidente de Chequia –y de rebote el de su entonces tapado, el Reino Unido–, se ofrecía por tanto al público tocado por la varita mágica de la oportunidad.
Es verdad que no cabe alinear a Montesquieu en aquel filón de autores que ya desde finales del siglo XVII (William Penn), y a lo largo del siglo XVIII (Saint-Pierre, Rousseau, Bentham o Kant, en cuyo venerable opúsculo sobre la paz perpetua concluye la parábola intelectual), acariciaron la idea de una organización europea dotada de órganos supraestatales que impusieran el Derecho como regla de convivencia de la sociedad internacional. Aun así, vale la pena traer a colación aquí la referida obrita de Montesquieu, primero, porque un fragmento de la misma alude al mentado movimiento de ideas; y segundo, y quizá por una razón paradójicamente más importante, por las razones que da para celebrar la inexistencia de una Europa unida, ya que él únicamente logró verla bajo la forma imperial de monarquía universal.
El escrito de Montesquieu pretende ser la respuesta a una pregunta, formulada al principio del mismo: en las actuales condiciones de Europa, ¿sería posible que un pueblo adquiriera, a la manera de los romanos, una superioridad constante sobre los demás? En lugar de responder con un seco no, el barón traza el tortuoso camino por el que habrían de transitar las circunstancias para conjuntarse en un sí.
Con todo, la paradoja inicial en un razonamiento que abunda en ellas es que Montesquieu parte de una constatación varias veces reiterada: la de que Europa es ya una “nación compuesta de diversas naciones”; unidad ésa que sale reforzada cuando deviene en un concepto en contraste con la realidad objetiva opuesta, a saber, Asia. Así, apóstol aquí de la tradición helena inaugurada por Herodoto, Europa vive bajo leyes en lugar de hacerlo bajo la voluntad arbitraria de un déspota, y los europeos han segregado un “espíritu de libertad” en clara antítesis con la servidumbre imperante en los grandes imperios asiáticos.
Más aún, según aludiera antes, hasta parece dar su aprobación al posible “acuerdo” en refundar Europa bajo los auspicios de la paz eterna que quizá rondó por las mentes de “los dos jefes” de los ejércitos enemigos, el duque de Marlborough y el duque de Berwick, durante la Guerra de Sucesión Española (1701-1714), lo que al decir del barón habría comportado “cosas inauditas”, esto es, estar “a punto de mofarse de todos los monarcas de Europa y de provocar su desconcierto mediante la grandeza de su audacia y la singularidad de sus empresas”. Y, por otro lado, no ceja en denunciar la paradójica situación actual de una paz armada –la misma que impulsará más tarde a Kant a inscribir la futura disolución de los ejércitos regulares entre los seis artículos preliminares de la paz perpetua– que provoca tanto la militarización creciente de las sociedades europeas cuanto su irrefrenable depauperación, precisamente en un periodo en el que Europa es dueña del comercio mundial y el bienestar de una sociedad depende del bienestar de la vecina. ¿Por qué entonces Montesquieu siguió siendo heleno y no aspiró a unificar políticamente lo que de su parte la cultura sí había unido?
Las tribulaciones de la monarquía para unificar Europa bajo una sola voluntad derivan desde luego de la novedad de la época, tanto en el ámbito jurídico como en el económico y militar, pues al haber expulsado la moralidad a la guerra de su ámbito –una victoria en absoluto definitiva, como se vería en Alemania poco después y durante más de un siglo y medio–, y al dejarse seducir la prosperidad por cada reino pero no dejarse amar por ninguno particular, el resultado, desconocido hasta entonces, se traducía, de un lado, en que el Estado vencedor era el que menos ventaja obtenía y, de otro, en que el más próspero era el que antes se arruinaba, por limitarme a dos casos.
Pero derivan también de la esencia misma de la monarquía, pues uno de sus defectos intrínsecos es que el móvil de la acción del autócrata puede ser el interés privado con idéntica o mayor facilidad que el bien público, lo cual, en una época más ilustrada, que conoce mejor la naturaleza de la soberanía y se muestra más exigente con la satisfacción de sus derechos, redunda en una fuerte deslegitimación de aquélla. No sólo; hoy, nos dice Montesquieu, cuando la “verdadera potencia” de un príncipe no reside en su capacidad de ampliar sus posesiones, sino en la de disuadir a potenciales enemigos de intentar atacarlo, y da signos de “grandeza” en la rapidez con la que repelería el posible ataque, cualquier país europeo debe forzosamente despertar de una ensoñación de grandeza alzada sobre el dominio del entero continente.
En ese sentido, la historia del mismo es otra fuente de tribulación más para el candidato; de hecho, nos recuerda el magnífico pensador, tras la disolución del Imperio Romano, todos los intentos de someter a Europa a un único amo sólo han conseguido reforzar la división: ni Carlomagno, ni los normandos, ni Carlos V, ni Luis XIV, ni tan siquiera el mismísimo Papado, cuando la ocasión puso la alfombra del poder temporal bajo sus divinos pies y sus representantes se apresuraron a pisarla, lograron poco más que juntar territorios que antes o después se desvincularían entre sí.
Por si eso fuera poco, Montesquieu declara axioma político el hecho de que un “gran imperio presupone necesariamente una autoridad despótica en quien lo gobierna”, así como la urgencia de la decisión y el miedo como instrumento de lealtad (y aun de obediencia, según nos recordara en su día Maquiavelo: un miedo que crecerá hasta el terror en los regímenes totalitarios del siglo XX). Una monarquía imperial europea no sólo entraña por tanto una contradicción con la cultura política legal y libertaria de la región, según se explicó, y no sólo infringe el querer de la historia, por parafrasear libremente a Kant, sino que introduciría un plus de inestabilidad para el propio déspota al extender sus fronteras hasta los confines de enemigos declarados que quizá no dudaran en invadir parcialmente un territorio regido por un gobernante que de antemano saben desafecto a sus súbditos. En suma: lo que el despotismo gana al cifrar la unidad política en la centralización del poder en manos de una sola voluntad, y que la geografía viene a reforzar por tratarse de una gran extensión, lo contrarresta con la debilidad que procura el verse más o menos rodeado de enemigos y, en Europa, además, una cultura política que vincula la ley y la libertad a la independencia de un territorio nacional de extensión media en el mejor de los casos (los de “Francia y España”, advierte el filósofo francés).
Así pues, Montesquieu ha vinculado la salvaguardia de la legalidad y la libertad características del patrimonio europeo a la pervivencia de los Estados nacionales, pero justamente porque cree que el despotismo es el régimen que finalmente adoptaría un imperio, es decir, la unificación forzosa de varios países en una amplia extensión territorial. Aun dejando aquí de lado la incoherencia de su afirmación final, en la que claramente se divisan monarquías orientales que gozan de bienestar frente a los Estados europeos hundidos en la miseria pese a gestionar el comercio mundial, y que la guerra es la causa de dicha diferencia –vale decir: decisiones humanas y no la obra del clima ni demás factores naturales–; aun dejando por tanto de lado cómo la guerra suspende las garantías de la libertad y la legalidad, que de por sí ponen por completo en entredicho la supuesta bondad de la división europea en una compleja comunidad de Estados independientes en cuanto soberanos, me parece legítimo interrogarse si Montesquieu hubiera celebrado dicha independencia de haber simplemente barruntado otra solución.
No es baladí, creo, preguntarse: ¿habría adoptado la misma decisión poco más de cincuenta años después, de haber llegado a conocer la experiencia de las trece colonias norteamericanas? Un hecho ese en grado de enseñarle cómo en torno al concepto de federación cabe juntar constitucionalismo y democracia en un gran territorio, y condensar la mezcla en una república en la que la representación, la división de poderes y las garantías individuales tuvieran carta de ciudadanía jurídica, al tiempo que conforma “una nación compuesta de diversas naciones”. Deseando preservar la independencia estatal a fin de asegurar los fines más altos de la ley y la libertad, Montesquieu, creemos, habría optado por Estados Unidos en el siglo XVIII y por la Unión Europea en la actualidad, una imperfecta comunidad supraestatal que, al menos, tutela sus dos bienes políticos supremos, de los que la división de poderes era su método a nivel estatal y correlato interno de la autonomía de cada Estado en relación con los demás.
Al no extraer en la práctica las potencialidades de unificación ínsitas claramente –Rousseau es un ejemplo de ello– en su concepto de federación, al desconocer la tecnología jurídica que le habría permitido llevar a cabo la revolución intelectual que los estadounidenses terminarían poniendo en práctica, el gran pensador francés ni siquiera vislumbró las vías por las que liberar a la voluntad de la historia ni el modo de sacudirse la idea de la geografía como destino. En este punto, es más hombre de su época que de la nuestra; pero aun así, y pese a optar por la división en lugar de la unidad, por la independencia de los Estados en lugar de su reunión en algún tipo de fórmula confederativa, el hecho de apostar mutatis mutandis por el mismo ideal –demostrar la inoperancia actual de la guerra a fin de acabar con ella y crear una Europa en la que medre el bienestar general e imperen la legalidad y la libertad en el interior de cada miembro en tanto la paz rige sus relaciones externas–, aunque por otros medios, que hoy al fin hemos empezado, o eso creíamos, a compartir los europeos autoriza en buena lógica a enumerarlo entre los precedentes heroicos de la Unión y a considerarlo, frente al poder de las apariencias, como un europeísta avant la lettre. Es ésa la última paradoja que, naturalmente, no pudo percibir.
Con todo, en nuestros tiempos la propia UE ha añadido otra de la que, de haber sido profeta en vez de genio, el ilustre Barón muy probablemente renegaría, pues las mismas razones por las que deliberadamente se mantuvo al margen de una posible Europa unida mantienen peligrosas afinidades electivas con parte de las que están forzando a la propia Europa a cambiar el paso para salir de sí misma. Confortablemente instalada en una peligrosa y rancia unanimidad entre izquierda y derecha, subvirtiendo por eso incluso los valores que proclama a voz en cuello, recurriendo a tics autoritarios cuando se trata de la extrema derecha mientras desinfecta a la extrema izquierda acogiéndola en su seno gubernamental y refugiándose en el suyo axiológico, el devenir de la propia Unión ha embocado ya el camino hacia la irrelevancia política y la subordinación económica a causa de su tensa pluralidad jurídica y su desunión militar; es decir: no cesa de sucumbir como una víctima más a la lógica egoísta de los intereses particulares propia de los Estados nacionales; no logra vencer la paz ante monstruos como la ideología, el anquilosamiento burocrático, la corrupción; no doma las fauces de la guerra ni encauza otras inercias de la historia que asedian la razón y la paz, como el buenismo, el antisemitismo, la nazionalitis, etc., y ello pese a contar con instrumental adecuado para disciplinar su común y correlativa anarquía. Y, por ende, ha empezado a abandonar de rondón la escena mundial como el fantasma que sucumbió al fulgor de su propia ilusión.
No es esto, no es esto, habríamos escuchado decir entonces, quizá, al ilustre Barón de la Brède, y hasta tintinear en su trémula voz la sombra de una feroz profecía sobre nuestro futuro.
Imagen: fragmento del retrato de Montesquieu de Jacques-Antoine Dassier, vía Wikimedia.