Tito Livio dedicó muchos libros de su exhaustiva historia de Roma a narrar las guerras púnicas, el acontecimiento de mayor relieve en la política exterior de una ciudad ya entonces centenaria durante su periodo republicano, saldado con el desplazamiento de la hegemonía en el Mediterráneo desde la norteafricana excolonia fenicia de Cartago al centro de la península itálica.
Al igual que nos resulta inconcebible la guerra entre verdaderos amigos, la paz sí resulta pensable y factible entre verdaderos enemigos, como decía Maquiavelo.
No puede decirse que la imagen de Cartago en la mente romana fuera la más halagüeña que a un pueblo cabe forjarse de otro; no podía ser la del amigo fiel, dada su imperial rivalidad; y no fue la del buen enemigo, a causa del indeleble recelo despertado con su proceder. De hecho, pronto ese sentimiento se hizo inmortal al pasar al lenguaje en una expresión proverbial: fides Punica era sinónimo en Salustio o en Cicerón de desconfianza y deslealtad, y en el mismo Livio ars Punica designaba la estratagema cartaginesa de intentar evadirse de los compromisos contraídos de cualquier forma que no fuera la única debida, o sea, cumplirlos.
La idea encerrada en tal fórmula lingüística tuvo una grandiosa representación dramática en el relato de, quizá, el momento cumbre del citado acontecimiento, el encuentro entre los dos insignes generales, Aníbal y Escipión, al mando de ambos ejércitos poco antes de la batalla definitiva en Zama. ¿Estaba cantada la suerte de los contendientes de antemano, la había decidido el destino por sí mismo antes de que ningún poeta la cantara? “Hemos ambicionado lo ajeno hasta el extremo de tener que combatir por lo nuestro”, le dice Aníbal a su sucesor romano (L. XXX, 29): en situación así, ¿sólo mediante la destrucción de uno tocaba al otro salir vencedor del conflicto? Situación así, ¿era por fuerza de cosas inevitable? Es cierto que no había ninguna fuerza moral autónoma y con prestigio suficiente a la que encomendarse y en grado de ejercer de juez, a la manera del Papa en Tordesillas (mientras su dictamen convino al interés de las potencias en litigio); pero, aun con eso, en trance semejante, ¿era la fuerza de la paz la misma que la de una vestal violada? Escuchemos al historiador.
Escipión había hecho gala de su genio militar trasladando su ejército a las puertas mismas de Cartago en lugar de aspirar a desalojar a Aníbal de Italia, empresa intentada en numerosas ocasiones por diversos cónsules romanos y saldada en otros tantos fracasos. Fue el avistamiento de un ejército romano en el paisaje divisado desde las murallas de Cartago lo que impelió a su más renombrado general a abandonar precipitadamente Italia en auxilio de su patria. Tras alguna escaramuza menor se concierta la entrevista antes aludida. Quienes a ella acudían, nos dice Livio, “eran los generales más grandes de su tiempo, comparables, además, con cualquier rey o general de cualquier nación de toda la historia anterior a ellos”. Y prosigue su narración con estas palabras memorables, de una intensidad dramática paragonable a la exhibida por Jenofonte en la Anábasis, cuando los supervivientes del ejército ateniense, tras escalar un pequeño repecho, y ante la visión que tenían ante sus ojos, iban exclamando uno a uno con coral y candente unanimidad: Thalassa, thalassa! (“¡el mar, el mar!”): “Guardaron silencio unos instantes mirándose uno a otro como sobrecogidos de admiración mutua”, antes de que Aníbal tomara la palabra.
Ellos sabían perfectamente lo que veían en el vastísimo territorio de sus miradas respectivas, pues su memoria era tan poderosa como su determinación: la propia historia personal reciente, en la que cada uno aparecía varias veces en la del otro, y de paso una buena parte de la historia de ambas ciudades. Los dos veían lo mismo, si bien cada uno desde su posición particular; y por eso, las formas del futuro, que se extendían a partir del confín de sus miradas y que fueron por un momento comunes, acabarían adquiriendo perfiles contradictorios o, mejor, antagónicos. ¿Por qué?
Aníbal quiso exiliar de sus ojos el espantajo de un mar de muertos cubriendo la tierra y por eso hace dos cosas: habla el primero y habla de paz. Habla como vencido, cierto, pero de paz. Recuerda a Escipión cosas de sí mismo y de su rival que éste podría haberle recordado si él las hubiera olvidado, como esa ironía con la que el destino parece burlarse de su existencia –pedir la paz al hijo del cónsul romano con el que él se inició en la guerra–, la estela de gloria del antagonista, que en cierto modo continúa la suya, las enseñanzas adquiridas con los éxitos y con los fracasos, más la madurez que éstos solos proporcionan frente al peligro inmanente a una carrera, como la de Escipión, sólo coronada por éxitos, etc.
Traigamos a colación un retazo de tanta sabiduría: “En cuanto a mí, que vuelvo ya viejo a la patria de donde salí de niño, por una parte la edad y por otra los éxitos y fracasos me han enseñado de tal manera que prefiero seguir los dictados de la razón antes que los de la suerte; tengo miedo, en cambio, de tu juventud y tu ininterrumpida buena estrella, dos cosas que suelen inspirar mayor arrogancia de lo que requiere una negociación serena. Aquél a quien siempre sonrió la fortuna difícilmente reflexiona sobre lo incierto de los acontecimientos…” (cursivas mías). A ese preámbulo intelectual y moral, en el que compendia apretadamente el significado de su acción pública, sigue la petición política de paz desde la posición desventajosa del vencido, ofreciéndose como garante personal de la misma.
En dicho preámbulo hemos asistido a la metamorfosis del gran guerrero en gran hombre; aquel temible general que jugaba con lo imposible y hacía sombra al destino se ha cansado de las armas y ha sido suplantado en la misma persona por un filósofo que sabe que los fracasos son fuente de sabiduría, como Pericles los sabía fuente de gloria; que la fortuna, cuando es mujer, se conjura contra el afortunado preparando su caída a fuerza de éxitos, como en Racine la bondad se confabulará contra el virtuoso haciéndolo malvado a fuerza de virtud; que el corazón, hogar de la amistad, es también el de la ambición, que en el pecho de un joven vencedor no duda en sacrificar a la razón misma, que prefiere la paz, en el altar de la gloria; que, en suma, en las cosas humanas una sana incertidumbre forma parte de su naturaleza, lo cual facilita el repliegue de la conciencia hacia dominios del escepticismo y, con él, el principio para la convivencia.
Cuando el filósofo pide la paz y el joven guerrero se la niega, devolviéndolo eo ipso a su condición de general, las últimas dudas acerca de si la guerra entre las dos potencias no estaba escrita de antemano parecen haberse disuelto definitivamente. La coexistencia pacífica entre las dos, separando sus respectivas zonas de influencia, se ha revelado como un sueño de la razón al que el monstruo de la realidad lo sacudiera de golpe. Con todo, antes de dar carpetazo al asunto, escuchemos la voz de Escipión, que pugna por abrirse paso en la foresta de creencias consolidadas. El no es sonoro, desde luego, y derriba de un soplo el castillo de naipes que la esperanza había querido fabricar para el futuro. Mas sigamos escuchando:
“En lo que a mí concierne, tengo presente la debilidad humana y tengo en cuenta el poder de la suerte, y sé que todo cuanto hacemos está sujeto a mil vicisitudes. Pero de la misma forma que reconocería haber obrado con arrogancia y prepotencia si antes de mi paso a África hubieses venido personalmente a pedir la paz embarcando tus tropas y retirándote voluntariamente de Italia y yo no te hubiese hecho caso, así, ahora que te he arrastrado a África casi cogiéndote por la mano a pesar de que te mostrabas remiso y oponías resistencia, no me siento obligado a tener ningún miramiento contigo” (cursivas mías).
Tan sonoro como el no, por tanto, es que no hay huella arrogante impresa por la continuidad de la fortuna en la mente de Escipión y, de haberla, no dispara el resorte de su ánimo; tan sonoro como el no, además, es que el desprecio de la paz no es causa del mismo, sino que ésta constituye un valor y una meta en sí deseables. Tan sonoro como el no, en fin, es que la fides Punica, de la que, una vez más, Aníbal ha hecho gala, tanto al incumplir la palabra dada anteriormente como al utilizarla ahora para falsificar su acción, subyacen al no que nos pareciera trágico escuchar.
Así pues, la lección de Tito Livio en política internacional es que, al igual que nos resulta inconcebible la guerra entre verdaderos amigos, la paz sí resulta pensable y factible entre verdaderos enemigos, como decía Maquiavelo. Cuando a la paz se atribuye algún derecho a la existencia y se reconoce que de la voluntad no depende de manera inmediata el mundo, la astucia no debe ser la norma que rija las relaciones entre las potencias, ni siquiera entre las enemigas, porque su capacidad de tergiversar la verdad es fugaz, en tanto el precedente que sienta es duradero lo bastante como para florecer como prejuicio en el otro, y consiguientemente su poder es muy lábil. Restaurar la confianza entre los actores debe ser la máxima de la acción de cada uno de ellos en la sociedad internacional: deben saber ser un verdadero enemigo, vale decir, adoptar un comportamiento en el que las palabras, aun con las espadas en flor, se ganen la connivencia de los hechos.
En tal caso, las manifestaciones de voluntad no serán mensajes cifrados por el interés con la intención de ocultar y mentir, ni el inicuo proferirá palabras en las que la debilidad sacará pecho saturándolas de amenazas, pero que el menor remolino arrastrará consigo como hojas muertas. Entre enemigos verdaderos el destino pierde en parte su poder de sellar el conflicto con la guerra, puesto que la paz es un ser vivo entre actores comprometidos con ella, y de la común humanidad o de un interés estatal específico pueden en todo instante surgir la oportunidad de conquistarla. Sólo la sinrazón fanática, esa que reina sobre tantos sujetos e inspira tenebrosas ideologías, es ontológicamente su enemigo nato, y sólo frente a ella cabe adoptar por consigna la sentencia con la que Escipión despacha el diálogo con los cartagineses rechazando la propuesta de Aníbal: “(…) preparaos para la guerra ya que no pudisteis soportar la paz”.
Imagen: “La batalla de Zama” de Giulio Romano.