La lámpara de Diógenes (VII): Aprendiendo democracia con Pericles
Nostalgias democráticas.
Cuando por una razón u otra, y sin saber muy bien por qué, uno descubre su mente alejada de las rutinas de su vida, no tiene por qué pensar que su ánimo ha vuelto a abdicar de su voluntad y que lo encontrará una vez más cortando rosas en el jardín de la melancolía.
Desde que aprendimos a conservarlo sonsacándole su significado a sus huellas, ningún pasado termina de perderse del todo en el olvido, y si bien la materia en la que logró darse forma presente se haya difuminado en el tiempo, espiritualmente al menos lo hemos preservado con nuestro conocimiento, e incluso llegado a recrear reactivando en parte sus creencias, ideas o ideales en nuestras visiones del mundo. Es así como vive sui generis en un eterno presente generacional con nosotros, y como sobrevivirá en el futuro –si hay futuro– tan proteicamente como lo hizo hasta ahora, modelando mediante algunas de sus manifestaciones, y con mayor o menor intensidad, determinados sueños venideros como ahora modela los nuestros. En el caso concreto de la democracia, su prosaico y temerario presente la lleva a soñar despierta su sueño futuro, de manera reiterada y tantas veces mortificante consigo misma, con su ideal pasado.
Y Pericles, con su discurso fúnebre pronunciado al final del primer año de la Guerra del Peloponeso entre atenienses y espartanos, y sus aliados respectivos, es un regio valedor de dicho ideal.
En el caso concreto de la democracia, su prosaico y temerario presente la lleva a soñar despierta su sueño futuro, de manera reiterada y tantas veces mortificante consigo misma, con su ideal pasado.
Les confieso sentir una emoción especial cada vez que observo al orador dirigirse hacia la elevada tribuna desde donde pronunciará su discurso, cuando le veo dubitativo acerca de la utilidad del mismo porque se sabe juzgado y no sólo oído; es decir: se sabe ante una opinión pública, no ante una masa inerte ante la que cuanto diga vale. Y la sabe compuesta por propios y extraños, pues ha asumido que si bien quienes estamos allí no somos todos atenienses nativos, a muchos nos importa Atenas tanto como al más preclaro de sus hijos; es decir: sabe que, aunque extranjeros, gracias a la luz irradiada por su ciudad podemos hoy entenderle y mañana juzgarle, por lo que hemos dejado de ser bárbaros en ese preciso instante, o lo que es igual: que formamos todos parte de una única Humanidad.
Se ha hecho el silencio y el orador se dirige a su auditorio; para elogiar la valentía y demás virtudes de los caídos empieza por hablar de la ciudad que produce a esos héroes, de las luces que la acompañaron ya en su origen. Irrumpe así, ante todos los presentes, el hecho ancestral de la democracia, el régimen político del que Atenas se dice modelo: pero modelo exportable, pues ya somos, insisto, una única Humanidad.
Producir héroes, es decir, individuos en grado tanto de sacar el máximo partido a título individual a los placeres de la vida, cuanto de sacrificarla, llegado el caso, por su país, no es fácil. Requiere que todos puedan decirse ciudadanos, y la mayoría decidir; requiere que el mérito sea tenido en cuenta en lugar de la sangre, la tradición, la riqueza o la cuna como criterio de acceso a los cargos unipersonales: como requiere el control externo del ejercicio de la actividad de los meritorios por ese singular tribunal colectivo constituido por la Asamblea; requiere igualdad ante las leyes, se sea pobre o rico, como también haber sacado al pobre desde el santuario de la oscuridad social en el que siempre ha morado como un muerto entre vivos y ponerlo bajo el foco de la luz pública; requiere un reconocimiento para las actividades dominadas por el interés singular de cada sujeto, y al tiempo su obligación de participar en la actividad política, regida por el interés general; requiere que todos los poderes de la comunidad rindan pleitesía a la Asamblea, el poder supremo, como requiere a la asamblea rendir pleitesía a las leyes –y también a cada uno de sus miembros profesar lealtad a cada una de las autoridades singulares–, el poder supremo en absoluto.
Todo lo cual, a su vez, presupone desvincular la capacidad personal de la posición social concreta de cada miembro, de la herencia individual y social recibidas, de la riqueza que se posea o el cargo que se desempeñe en un momento dado; eliminar a los dioses del timón de las decisiones humanas o al destino del secreto de sus acciones; y la creencia de considerar el futuro como una forma preconstituida más de un pasado en eterno retorno. Como se ve, no es un antepasado del flautista de Hamelín que al son de la flauta vaya convocando modelos políticos a su paso; ni tampoco Calcante en su calidad de profeta llegaría profesionalmente tan lejos en una comunidad democrática.
Así pues, son los atenienses la grandeza viva y vital de Atenas. Que la gloria le secuestre al olvido su muerte, que sus alas le secuestren a la muerte su época, constituye la natural recompensa para quienes en vida supieron ampliar la dote de lo humano en sus respectivas personas, reservándose sabiamente una parcela de territorio particular inaccesible a los demás sin por eso dejar nunca caer los vínculos que les uncían a ellos: desde los estrictamente políticos a los de naturaleza más identitaria, como los aireados en los diversos espectáculos públicos, desde los juegos a los grandes actos religiosos, pasando por el teatro o las demás artes; para quienes supieron combatir la dureza de la vida cotidiana y su cortejo de tristezas no mediante el recurso a la resignación, sino con el hedonismo, mejorando sus condiciones de vida o explorando, mediante el comercio, las posibilidades del gusto; que cuando trataban con extranjeros no les trataban como enemigos: al exponerles su ciudad no les mostraban sus murallas, sino sus instituciones, y al exponerse ellos mismos era un misterio lo que exponían, la desconocida magia de reunir en sus personas mundos antaño antagónicos, a saber: el del juicio con el de la fantasía, el del valor con el de la prudencia, el de la disciplina con el del ocio, el de la amistad con el de la intimidad, o el ya mentado del interés personal con el interés público; como supieron conciliar, en el ámbito constituido por sus mutuas relaciones, el de la pobreza con el de la acción; así como otros en otros frentes, como el del comercio con la igualdad en el dominio de las relaciones externas, etc.
Y lograron añadir nuevos poderes a su leyenda viviente. Reconocieron al enemigo en lugar de despreciarlo como algo sin valor, al estilo del fanatismo religioso en relación a los infieles; admitieron un cierto influjo contextual al evaluar una acción como valiosa y preferible a otras; separaron la grandeza de la perfección y demostraron ser grandes sin necesidad de ser perfectos; vale decir: en circunstancias ordinarias, la mayoría acreditó saber opinar aun sin serprofesionales de la política, para vergüenza de Platón, y en circunstancias extraordinarias algunos lograron compensar con su valor militar coyuntural en defensa de la ciudad una probada minusvalía cívica; o en palabras del genial orador: “borraron el mal con el bien”.
Finalmente, los atenienses engrandecieron Atenas con una novedad colectiva más, con la que la democracia derrotaba la moral heroica de la que había partido y marca un punto de inflexión moral: lograron asentar en la condición humana una voz, la de la conciencia, que les permitió distinguir en la acción el intento del éxito, y bautizar de ético el proyecto puesto en marcha con independencia de su resultado. Por eso consiguieron sembrar su tiempo de “monumentos eternos en recuerdo de males y bienes” (cursivas mías).
El lector sabrá excusar esta dominical melancolía mía. Pero al observar el cuadro idealizado de la vida democrática ateniense, que nunca tuvo en la realidad una réplica tan feliz, como es fácil imaginar, quizá pueda entender por qué se ha llegado a dudar de si aquellos hombres y los contemporáneos pertenecían por igual a la raza humana. En efecto, no sólo los sujetos de Constant, que más de una vez supieron dar gato por liebre y camuflar bajo el sacrosanto concepto de derechos lo que no eran sino espurios intereses sin alma, sino los de las actuales democracias sin demócratas–los ideólogos del desvarío asfixiados en su náusea in primis–, que hemos multiplicado los defectos de tales ancestros, y que no son sino el vicio de origen con el que la condición humana se presenta en sociedad, y con los que sus miembros solemos torturar el civismo con muchos de nuestros actos, distan de parecerse mínimamente al modelo. Aun los atenienses reales, cabría añadir, distaron en mayor o menor medida de los atenienses ideales –y aquí pueden valer los manidos ejemplos de siempre, que señalan en la mujer, el esclavo y el extranjero límites insuperables para la democracia real en sus aspiraciones a devenir modélica… si bien los maestros sofistas ya andaban pululando por esos pagos cauterizando las heridas de toda desigualdad, excepto –de casta le viene al galgo– la más nueva de todas: la que aleja al filósofo de la grey.
Empero, ya Rousseau nos enseñó a medir lo posible por lo real y Aristóteles a aceptar los sueños sólo a condición de que no idealizaran a las criaturas de la razón al punto de convertirlas en monstruos que espantaran la realidad. Quizá el ensueño colectivo con el que Pericles sedujera al auditorio cediera ante la presión del momento y trufara de emoción la racionalidad del orador; y quizá, por eso, velara caminos intransitables para los demócratas de hoy (esos que, oh paradoja, en la actualidad prefieren alejarse de sí mismos por caminos que transitan oblicuamente hacia la tiranía).
Pero también hay quien dice que los atenienses vivieron por entonces un hermoso ideal democrático desconocido hasta ellos y añorado después. En la medida en que dicho ideal consiga elevar a los regímenes democráticos hacia nuevas cotas de realidad, el testimonio de Pericles nos seguirá mostrando por qué los hombres, incluso en la hora de pensar sueños posibles, no es por simple melancolía por lo que vuelven al pasado a fin de conocer con precisión lo que dejaron atrás.