¡El centro del mundo! Eso dicen los creyentes, y con tanta energía, animosidad y vehemencia que, de hecho, te lo trocean en partes y te lo ofrecen por separado: cuatro centritos distintos y distantes y un solo Centro puro y verdadero. He ahí, sin más, el misterio de la cuatrinidad urbanística jerosolimitana.
Imagine, lector, la simpar emoción que embarga al caminante, pues al hecho de estar en el Centro-Centro del mundo se une el de estar, al mismo tiempo, en un Centro-Lateral; imagine, además, el momento sublime, por entero inefable, en que el paseante llega a uno de esos puntos mágicos en los que se traza la frontera entre los centros laterales. O sea, pongamos que estás saliendo del barrio judío para fluir por el barrio árabe: una pierna en un centro y otra en otro, cada uno del todo centrado en tu presencia, y tú, en pleno arrobamiento, sintiendo cómo por cada pernera del pantalón te sube el mensaje que uno y otro te envían: ¡oh apoteosis desconocida en la historia universal! Eso debe ser estar sentado a la diestra de Dios-Padre, eso debe ser haber tomado posesión de las huríes –a no ser que los mártires suicidas hayan agotado ya las existencias– sin haber llegado al cielo. Definitivamente, ya eres creyente.
Claro que, bien mirado, igual la cosa trae problemas. Y es que el centro del mundo según los creyentes lo hemos visto algo descentrado en sí mismo. A uno, a quien la conversión, todo hay que decirlo, le ha pillado algo desprevenido, le sobreviene alguna duda; como buena cabra, le gustaría tirar pal monte, y convertirse en una oveja más del rebaño. Pero al tratarse de una elección central en la vida, uno no quiere tomarla así, a la ligera, como dejado de la mano de dios (más en un lugar como Jerusalén, en el que se puede elegir a la carta). En su precipitación podría ocurrir que, aguijado por su fe recién sacada del horno, no se lo piense dos veces y se coja al primero que pase por allí; que descubriese luego que el dios en cuestión le salió rana y le quedara el estigma de vivir como un excéntrico para el total de la eternidad.
Procede, pues, seguir caminando a ver si es cierto aquello de Don Quijote de que “quien anda mucho y lee mucho, ve mucho y sabe mucho”. Y lo que ve es que se acumulan aquí todas las religiones monoteístas en sus diversas variantes, pero que lo que las mantiene juntas es el permanecer separadas unas de otras. Cierto, los viandantes pueden transitar sin problemas, o casi, por las sucesivas encarnaciones terrícolas de los diversos cielos, comerciar entre sí, e incluso desposarse –y divorciarse– entre miembros de sectas rivales; pero luego, a la hora de orar y de pedir, cada mochuelo en su olivo, según dispone la burocracia celeste.
Físicamente, por tanto, Jerusalén es una representación simbólica de la idea de tolerancia, de lo máximo que puede ésta alcanzar en materia religiosa: la yuxtaposición de credos, ya que no su conversión a una sola fe. Los deístas, aquí, están de enhoramala; mejor, pues, que se construyan su propio barrio si desean vivir por estos pagos (algún malpensado creerá que en su pecado llevan su penitencia: ¿a quién se le ocurre intentar racionalizar la religión, dirá?), y se dejen de mezclitas entre churras y merinas. Tanto es así que no sólo los cielos de unos y otros son incompatibles, sino que en determinadas sucursales terrestres de los mismos se ejerce idéntico monopolio: si usted, un suponer, desea romperse la cabeza contra el Muro de las Lamentaciones lamentará desearlo, salvo, claro está, si pertenece a la fe judaica, sección ultraortodoxos preferentemente. Que en cambio desea hacer genuflexiones, o incluso sólo una –pero muy simbólica, eso sí– en el interior de Al Aqsa: pues ya se puede ir sacando el carnet de musulmán o tendrá que escenificar sus caprichitos en la explanada de enfrente.
De todos modos, si todo eso le sale mal puede darse un garbeo por la Iglesia del Salvador, donde le está permitido hacer mil y una contorsiones al objeto de lograr besar no sé qué objeto de no sé qué tumba de alguien que parece que anduvo por allí (y que más tarde, quizá a la vista del tipo de fieles que se avecinarían con los siglos se lo pensó mejor y se las piró). Si hay algo eterno en Jerusalén es que allí cualquier supersticioso puede gozar los quince minutos de gloria a los que tiene derecho. ¡Y que viva la madre superiora que lo parió!
Así pues, lo que demuestra Jerusalén al encarnar la tolerancia es que la Verdad está un poco más cascada y es algo más contradictoria de lo que parece: al creerse única pero saberse varia, prefiere hacerse la modesta para justificar su soberbia, y esconder el hecho de que a día de hoy se dirige a algunos al incumplir por sistema la promesa de su naturaleza de redimir a todos: son los costes de convivir en el mismo territorio de la competencia. Actriz consumada, la Verdad finge conformarse con un imperio temporal una vez que le ha sido arrebatado el imperio espacial, lo que de paso le permite evadir sus impuestos epistemológicos con la lógica –he ahí porqué hace tan buenas migas con el poder– y seguir presumiendo de omnipotencia; prefiere así hacerse territorialmente más pequeña antes que renunciar a su esencia; prefiere reducir el número de fieles antes que ceder la menor de sus competencias. Tengo para mí que más de uno de estos verdaderos acabará imitando la leyenda que hizo poner en su tumba aquel inefable tío de André Kaminski, el escritor polaco que escribiera esa maravilla titulada El año que viene en Jerusalén, a saber: “La verdad es un bien muy escaso, por lo que debe administrarse con moderación”.
Con todo, tal hecho prueba por sí mismo lo ficticio de la creencia, pues ese mercantilismo de la Verdad, la competencia entre verdades, le impide ser una sola: hace ver que sí pierde parte de su naturaleza cuando renuncia a gobernar sobre todos. Lo que la salva, como a toda buena religión que se precie, es una paradoja: por una parte, el basarse en la fe –es decir, en un factum distintivo de los hombres dentro del mundo natural– y no en la razón, o más en la fe que en la razón cuando alguna de sus variantes o alguno de sus funcionarios pretende compaginarlas; y, por otra, el hecho de ser la fe el niño mimado de la irracionalidad consentida –y, en los dominios de la superstición, promovida– entre los humanos, además del precio a pagar por la razón de la minoría para no volverse loca; y que se revela como algo parecido a la nostalgia de ese mundo animal perdido por el hombre gracias, precisamente, al hecho de crear, entre otros útiles para ir tirando y otros móviles para ir matando, etc., a la propia religión.
Todo ello, a su vez, descifra la ficción de la tolerancia: cada Verdad acepta a la otra a su lado porque no puede imponerse sobre ella. Pero cuando la situación la fuerza a dialogar, no sabe hacerlo, y pide auxilio a las armas para que guerreen en su favor: las disputas entre musulmanes y judíos por el mismo lugar físico –Cúpula de la Roca / Templo–, el conflicto insoluble que genera, sólo acabará pacíficamente cuando haya un vencedor entre palestinos e israelíes. Mas entonces, la tolerancia, si se da, será ya un episodio de determinada política, y será esa política precisamente lo que ponga orden en el desorden religioso resumido en el centro del mundo del pasado.
Jerusalén, por lo tanto, con su inicial tolerancia disgregadora, y con su tensa conflictividad real e irresoluble entre varias formas de Verdad, testimonia como ninguna otra ciudad el valor redentor de la política para la vida humana. (Mas esa es ya otra historia que, maniobrada por políticos en vez de estadistas, acaba siendo tan racional como la fe).
Imagen vía Wikimedia.