La lámpara de Diógenes: Diógenes o la burla como poder moral
La risa infinita, la burla a ultranza como refugio moral contra la violación de la salud mental individual y de la concordia social por la estupidez.
Parece que eso de que unos nacen con estrella y otros estrellados no sólo da razón a Pascual Duarte, sino que es extensible también a la historia de la filosofía, pues mientras de filósofos como Platón se nos ha conservado una voluminosísima parte de su producción, de la corriente cínica no nos ha quedado, parece, ni uno sólo de sus escritos. Mas sí, afortunadamente, un abundante repertorio de pruebas, repartidas en dichos, testimonios y anécdotas.
Una de ellas, referente a su gran capitán, transmitida por Cicerón en sus Tusculanas o Diógenes Laercio en sus Vidas de filósofos, nos cuenta que Diógenes vivía en un tonel –otras anécdotas nos lo muestran vestido con un tosco y raído sayal, provisto de una vara que le servía de apoyo y protección, alimentándose básicamente de altramuces y habas, caminando descalzo, etc.–, ante quien un día se plantó su admirador más famoso, el mismísimo Alejandro, y al preguntarle qué podía hacer por él Diógenes respondió: “quítate de enfrente porque me estás tapando el rayo de sol”.
Esa irreverencia ante el poder forma parte del alma cínica, como la heterogénea masa de testimonios reconoce con rara y general unanimidad. Pero su crítica no se detenía ante los poderosos, y la burla, su forma comúnmente adoptada, perseguía a casi todo bicho viviente, personal o intelectual, que deambulara por la sociedad. Los ricos, los filósofos, los atletas, los gobernantes, los militares, los pobres, la belleza, la fuerza física, los dioses, la superstición religiosa, etc.: nada escapaba a esas insolentes carcajadas en las que se travestían sus dardos mientras iban y venían de un blanco a otro. Al punto que –nos lo cuenta otra anécdota–, cuando a pleno sol salía en búsqueda de un hombre, lo hacía acompañado de una lámpara, ya que la luz del día no era bastante para identificarlo entre las sombras humanas que caminaban junto a él.
Ese Diógenes jocoso y burlón, al que rindo homenaje y con el que en parte me identifico, también hoy, me temo, saldría a la calle con el mismo objetivo de antaño, si bien provisto de una lámpara aún más moderna, y desde luego cargada con una batería de esas que duran, y duran, y duran… No se trata, pues, o no se trata sólo, del Diógenes reflejado por Juliano en su Discurso contra los cínicos incultos, donde destaca su comunidad de metas –“el desprecio de la opinión”, el “afán por la virtud”, etc.– con Platón, sino el transmitido por Luciano en sus Diálogos de los muertos, ése que burla en mano se desternilla de las desdichas ajenas cuando éstas son la víctima en estado puro de la pretenciosidad, la superstición o la necedad de sus respectivos dueños. Ante ellos, el gobernante de Séneca hasta suspendería su acreditada clemencia, y si el volcán de la mofa del Diógenes de Luciano se mantiene en perpetua erupción no se debe a ningún culto esteticista del sarcasmo, sino a que el cinismo milita sin más contra la no tan sorda beligerancia con la que la estupidez asedia la convivencia, y en su guerrilla contra aquélla opta por servir de refugio a la moralidad y al sentido común en sus reclamos de legítima defensa.
Porque ese Diógenes que tanto ama burlarse de la sinrazón de los demás a fin de preservar su salud mental –y la nuestra, por cierto–, reconoce ciertos dioses por encima de sus burlas, cierta constelación de valores tras cuya bandera marchar en pos de la felicidad, ese fin supremo de todas las filosofías, que decía el citado Juliano. Desprecia, sí, a ricos, sátrapas y tiranos que en pleno Hades, su reino de la risa eterna, pretenden preservar los privilegios que antaño les convirtieran en señores de la vida: ¡en pleno Hades, repito, donde reinaría la más perfecta igualdad –todos son ya sólo sus calaveras–si la vileza y cobardía de sus fantasmas no fracturasen con sus chillidos la tranquilidad del lugar y la concordia de los lugareños!
Y por despreciar, que no quede: ahí van los filósofos, esos inmorales charlatanes empedernidos, con su aura de vanidad y sus aires de grandeza, que siembran de cizaña también el nuevo reino en el que ahora moran; o los “hermosos y los fuertes”, que como la rosa de Quevedo son flor de un día; o el ridículo dios-héroe Heracles, con quien Luciano satiriza por boca de su musa, el propio Diógenes, el supuesto dualismo materia-cuerpo y quizá, de manera proléptica, el sistema trinitario cristiano, con su pomposa oferta de tres dioses en uno; o ese pobre ebrio de años y miserable de mente que aspira a prorrogar un día más cada día la inútil inmortalidad de su existencia.
Empero, al mismo tiempo, Diógenes no cesa de contraponer frente a esa rica fauna de la sinrazón el valor de la libertad y la franqueza, de la indiferencia ante el dolor o la nobleza del alma, así como la sabiduría, la autonomía del pensamiento frente a la heteronomía de quienes piensan sólo lo que quiere la multitud, la verdad, la sinceridad. Y la risa: la risa infinita, la burla a ultranza como refugio moral contra la violación de la salud mental individual y de la concordia social por obra de la estupidez. La risa burlona que unifica aquellos valores como la justicia unificaba las virtudes en Platón.
Hasta ahí había llegado a partir de su creencia inicial en que hay un modo justo de vivir, consistente en hacerlo de acuerdo con la naturaleza, en lo que se adelanta a estoicos y epicúreos, y de los que es el conjunto de incesantes carcajadas que hemos oído retumbar hasta aquí lo que antes les diferencia (lo que antes, pero no lo que más, pues eso de vivir según la naturaleza implicaba para Diógenes efectuar sus necesidades ante la vista del público y sin cobrar entrada: fue por comer, dormir, orinar, defecar, masturbarse y hasta copular en público por lo que se le acabó asimilando a un perro, la palabra –kynós, en griego– de la que deriva el movimiento filosófico del cinismo). Pero que habían proseguido su comunión ideológica con su desapego de la polis y el inherente rechazo de la política que ello provoca, su radicalización de la igualdad, que se traduce en una emancipación casi absoluta de la mujer y del esclavo, así como en la forja del individuo cosmopolita, y, en fin, y contraviniendo en parte lo anterior, en la división del género humano en dos mitades la mar de raras y de desiguales: la de los sabios, más bien pocos, y los demás pobres de espíritu, si bien quizá ricos en armas, poder, dinero o superstición. Un camino llano a veces, sinuoso las más, y tortuoso otras, que no siempre logra resolver airosamente las tensiones entre lo individual y lo social, entre la conciencia y la realidad, que su tránsito suscita. De ahí las numerosas críticas contra esa filosofía por chapucera –mas también las inmediatas burlas con las que sus prosélitos salían en su defensa–.
Es su cacareada renuncia a la polis, a la política, lo que sazona con reservas mis simpatías hacia Diógenes, y me retrae de reírme siempre con sus carcajadas. Como tampoco su culto a la vida mendicante como condición de la práctica virtuosa me hacen ninguna gracia, pues me convence más el heroísmo de la voluntad que el de la pobreza. Y las dudas acerca de la viabilidad de su supuesto ideario se multiplican con las preguntas por su deseabilidad, por no hablar de los efectos necesariamente perversos que conlleva una existencia escrupulosamente virtuosa. Las gotitas de escepticismo con las que Menipo, discípulo y amigo de Diógenes, se burla del adivino Tiresias, y de su ostentación de haber sido el único terrícola en poseer la doble naturaleza de hombre y mujer, conviene igualmente aplicarlas a los beneficios, en teoría seguros, recabables de hacer siempre el bien, según gustan ladrar estos perros –y sin ninguna hilaridad, oiga–.
Con todo, su lámpara nos sigue alumbrando a todos, vale decir, a todos los pocos que nos bañamos en su luz escéptica –en su sobria burla– para defendernos de los posesos de la Verdad, de la necedad y fanatismo de las religiones, del delirio en flor de sus prosélitos más virtuosos, del fundamentalismo consumista o ecologista, de “las preciosas ridículas”, de los monaguillos ministeriales que copan ministerios y del santón crápula que los nombra a fin de disponer de escudos que le permitan salir indemne en la batalla por estrenar su tiranía; y de quienes celebran haber descubierto el Mediterráneo al descubrir que hablan en prosa, de las tribus nazi-onales o locales, de las políticas que prescinden de los sueños o viven únicamente de ellos, o, en resumen, de Santa Estupidez, patrona sempiterna de todos los mortales, amén.
Tenga o no razón J. S. Mill al indicar que hay progreso en el ámbito de la razón práctica cuando fines de antaño son supuestos de hogaño; haya o no progreso cuando vemos engordar al derecho constitucional a costa del derecho penal, y estemos en lo cierto o no cuando consideramos un progreso el habernos ido desprendiendo de verdades con el pasar de los años, necesitamos la lámpara de Diógenes para que nos provea de la dosis justa de escepticismo, y revalorice lo bastante la racionalidad y credibilidad del sentido común, como para, merced a su séquito de burlas iconoclastas, prohibirnos enloquecer en medio de la más flagrante banalidad o de la sórdida estupidez-ambiente.
Quizá un día veamos, gracias a las llamas de la razón burlona, arder en la hoguera de la crítica los cuernos de la sinrazón como en otro tiempo vieron quemarse los del silogismo; la lámpara de Diógenes, entonces, se apagará sola. Pero si, como está a la orden del día, acaba extinguiéndose por el soplo de la barbarie, otro será el espectáculo, y el laicismo, la racionalidad, la secularización, Hume, el hedonismo, el sentido común y, desde luego, el humor, serán condenados a una eterna soledad y, por concluir la paráfrasis de Gabriel García Márquez, ya no volverán a tener una segunda oportunidad sobre la tierra. ¡Cuántos presagios de melancolía atropellan el alma al escuchar aún hoy, cuando la inocencia es tantas veces culpable de violencia, de ignorancia y de insolidaridad, la vieja melodía de Guccini cantando que “sempre l’ignoranza fa paura / ed il silenzio ugual a morte”!
Imagen: Diógenes sentado en su tinaja, de Jean Léon Gérôme