¿Distingue un bebé entre una acción buena y una mala? ¿Muestra preferencias hacia el que obra bien, y aversión hacia quien actúa mal? Saberlo nos ayudaría a entender si somos una pizarra en blanco cuando nacemos, o si por el contrario venimos equipados de fábrica con un cierto sentido moral. La dificultad, claro, está en que los bebés no hablan. ¿Cómo saber entonces qué es lo que pasa por sus cabezotas? Los psicólogos Paul Bloom y Karen Wynn del Centro de Cognición Infantil de Yale emplean un curioso método: la atención. Resulta que el bebé está todo el rato monitorizando su entorno. Y se ha comprobado que si delante de él se desarrollan acontecimientos habituales muestra un nivel de atención –digamos- rutinario. Pero si hay algo que se sale de lo común despierta su atención, y eso se detecta porque mantiene su mirada durante más tiempo que en circunstancias ordinarias. De este modo se ha podido comprobar que los bebés disponen de un rudimentario conocimiento de la física (si se les presenta una filmación en la que un objeto sólido atraviesa una pared se quedan perplejos). Y con esta misma técnica han podido comprobar que también disponen de un rudimentario sentido moral. Por ejemplo, con este experimento: bebés de 6 y 10 meses contemplan a un muñeco que está intentando escalar una ladera, de repente llega un segundo que se dedica a tirarlo ladera abajo, y un tercero que lo ayuda a alcanzar la cima. Si en una siguiente escena están los tres muñecos, y el escalador confraterniza y se marcha con el que lo ha ayudado, los bebés la contemplan circunspectos. Pero si se hace amigo del que lo ha estado entorpeciendo mantienen la mirada y enarcan las cejas como un inglés que dijera «shocking!». Los resultados son sólidos, y se han reforzado con un experimento adicional: si después de la escena se permite al bebé escoger entre los dos monigotes, la inmensa mayoría escoge al ayudador (y tal vez sería interesante vigilar al que escoge al entorpecedor). Surge entonces una pregunta ¿se sienten los bebes atraídos por el bueno, o repelidos por el malvado? Con otro elegante experimento Wynn y Bloom han demostrado que ocurren las dos cosas. Cuando se da al bebé a elegir entre el ayudador y un muñeco neutral, que no ha participado en la escena, los bebés escogen al primero. Pero si se les da a elegir entre el neutral y el muñeco cabroncete, los bebes escogen casi invariablemente al neutral. Una vez metidos en faena Bloom y Wynn se animaron a hacer experimentos con bebés aún más pequeños, de sólo tres meses (estos no pueden alcanzar el muñeco, pero también pueden mirar). También se asombran si el muñeco trepador se acaba marchando con el que lo ha estado fastidiando, pero al introducir al muñeco neutral se produce un cambio curioso: lo prefieren sin duda frente al malo, pero no muestran preferencia alguna entre el neutral y el bueno. Esto podría indicar que se desarrolla antes la aversión al mal que la propensión al bien.
Los bebés, entonces, son capaces de enjuiciar las acciones de otros. ¿Y los propios actos? Sabemos que los humanos adultos experimentamos emociones de vergüenza y culpa (y nos ponemos colorados, una emoción no sólo visible sino común a todas las culturas humanas) cuando hacemos algo malo, y de orgullo cuando hacemos algo bueno. ¿Y los niños? También. El propio Darwin publicó en 1877 Un boceto biográfico de un bebé en el que recogía las expresiones de orgullo de su hijo William cuando cedía una tostada con mermelada a su hermana, y de vergüenza cuando asaltaba con nocturnidad la caja de galletas (debo decir que la expresión que describe es muy similar a la de mi perro cuando es descubierto con un calcetín en la boca). ¿Cuándo se desarrollan? Estudios de hace casi cien años demuestran que niños de 16 meses experimentan gran turbación, y se ruborizan, al verse sorprendidos jugando con un juguete que les han prohibido tocar.
«Mi hijo de cinco años se cargó el cochecito con el que estaba jugando, así que me pidió que me cargara también el de su hermano para que la situación fuera justa; yo accedí, claro». Esto es parte del monólogo de un humorista, pero refleja en cierto modo el sentido de la equidad de los niños muy pequeños. Experimentos realizados por William Damon en los 70 reflejan que buscan la igualdad de resultados, independientemente de los merecimientos: si a un niño se le pide que actúe de árbitro y divida un número de caramelos entre otros dos a los que se ha encargado realizar cierta tarea, asignará el mismo número a cada uno, aunque uno haya trabajado más que el otro. Es más, si el número de caramelos es impar es muy probable que decida tirar uno a la basura para conseguir un resultado completamente igualitario, y esta predisposición a destruir riqueza para conseguir la igualdad lo aproxima a los votantes de cierta izquierda. Este apego por la igualdad -que ya está presente en niños de 16 meses- llevó a algunos investigadores a defender que el sapiens es esencialmente igualitario, que vivía bien cuando era un alegre cazador recolector, y que la culpa es del capitalismo occidental que lo corrompe todo. Los que así pensaban descuidaban un hecho elemental: el niño es igualitario siempre que el reparto no lo afecte; si él está incluido, se adjudicará una parte mayor, y en esto también coincide con cierta izquierda. En todo caso con el tiempo el niño aprende a modular la igualdad con el merecimiento, y niños de seis años entienden que corresponda más en el reparto a quien más ha hecho.
Pero en realidad la pregunta es: ¿por qué el niño no se queda todo si tiene ocasión? Es el momento de volver a los adultos y hablar de dos experimentos. El juego del ultimátum fue desarrollado por el economista Werner Guth en 1982 y requiere dos participantes que actúan de forma anónima. El participante A recibe una cantidad de dinero (digamos, 50 €) y decide cómo lo reparte con el participante B. A puede ofrecerle cualquier cantidad entre 0 y 50 €, y B tiene la opción de rechazar el acuerdo; en este caso, ninguno recibe nada. Si ambos actuaran como homo economicus, preocupados únicamente por maximizar sus beneficios, A ofrecería la mínima cantidad distinta de cero y B la aceptaría, pero esto no ocurre así. En las sociedades occidentales el proponte suele ofrecer la mitad, y las ofertas por debajo del 40% del total suelen ser rechazadas. En este caso guiarse por la teoría de juegos, y ofrecer 10 €, no es buena idea. ¿Por qué ocurre esto? Cabe pensar que el juego del ultimátum mide, por un lado, el altruismo del proponente y, por otro, el deseo del aceptante de castigar al que no coopera. En cuanto a esto último, el juego revela que estamos dispuestos a asumir costes con tal de castigar -le dejamos sin dinero a costa de quedarnos nosotros también sin él- a quien creemos que ha actuado inmoralmente. Para aislar estos efectos, y comprobar qué motivaciones son puramente altruistas se desarrolló el juego del dictador. En este caso, el proponente recibe una cantidad y puede repartirla con un tercero. Punto. Sin consecuencias negativas -la prueba es anónima- ni siquiera para su reputación. Pues bien, en este juego en el que el proponente no está sujeto a la represalia del segundo participante los resultados son similares a los del juego del ultimátum. Los participantes a los que se pregunta por los motivos de su altruismo después del experimento suelen explicar que sienten una sensación de culpa si no lo dividen más o menos equitativamente.
He dicho «sociedades occidentales» porque el antropólogo Joseph Henrich quedó muy sorprendido al comprobar que, al jugar al ultimátum con los machiguengas del amazonas –«hay gente pa tó»-, el promedio de ofertas era de un 15%, los receptores quedaban muy agradecidos en cualquier caso -no pensaban que tuvieran que ofrecerles nada- y ni siquiera entendían la posibilidad de rechazar la oferta. Al final resulta que el buen salvaje roussoniano es mucho menos altruista que el occidental corrompido por el capitalismo. Henrich explica que las sociedades con intercambios de mercado entre desconocidos favorecen el desarrollo de la cooperación y el altruismo. Así que antes de empezar a hablar de cómo se ha podido desarrollar el altruismo por selección natural -esto ocurrirá en la próxima entrada-, ya vemos que la evolución cultural juega un importante papel.