Una familia tiene un perro al que todos tienen mucho cariño. Una tarde escapa a la calle y es atropellado fatalmente por el coche de un vecino. Toda la familia llora junto al cadáver; después lo evisceran, lo preparan al chilindrón y se lo comen. ¿Esto está bien o mal?
El empleado de un hotel observa que el inodoro de la habitación que le ha tocado limpiar está muy sucio por residuos orgánicos. Como ha agotado todos sus trapos coge una bandera de España que hay en el hall y la emplea para dejar el retrete en perfecto estado. Después la echa a lavar, la seca y la vuelve a colocar en el hall. ¿Bien o mal?
Pedro y Ana son hermanos, y se tienen mucho cariño. Tienen 30 y 31 años, no tienen pareja y viven en diferentes ciudades. Un día Pedro visita a Ana y, después de cenar, deciden mantener relaciones sexuales. Toman precauciones para evitar un embarazo, el sexo es satisfactorio y no les causa ningún tipo de problema posterior, pero deciden no repetir la experiencia. ¿Qué tal?
¿Cuál es el origen de las reglas morales? Algunos creen que cuando nacemos somos una tabula rasa, una pizarra en blanco sobre la que la educación puede escribirlas. Otros piensan que venimos de fábrica con la moral precargada, instalada por un dios o por la evolución. Y hay otros que creen que somos nosotros los que descubrimos las normas morales mediante la razón. Cuenta Jonathan Haidt que cuando llegó a la universidad el panorama estaba dominado por estos últimos. Imperaba el racionalismo moral del profesor de Harvard -cuando Harvard era una cosa seria- Lawrence Kohlberg que, a partir de las teorías del desarrollo cognitivo de Jean Piaget, defendía que la moral se va construyendo desde la niñez en seis etapas. A través inicialmente de los juegos, y comenzando desde una perspectiva completamente egocéntrica, el niño va aprendiendo a ponerse en la piel del otro y a desarrollar una idea de justicia basada en evitar el daño y tratar por igual a las personas. La teoría de Kohlberg encajaba como un guante, no sólo en la concepción general del sapiens como un ser eminentemente racional, sino en el Zeitgeist particular de la época. Permitía centrar la moral en los dos únicos principios –aversión al daño e igualdad- que, como veremos, son los más apreciados por la izquierda. Y arrojaba una sombra de sospecha sobre la autoridad (que es muy de derechas) tanto de los padres como de los profesores. We don’t need no education, diría el pelmazo de Roger Waters; basta con dejar jugar a los niños para que se desarrollen plenamente. O, como dirían los abrumados y beatniks padres de Flanders en Los Simpsons ante su insoportable hijo «hemos intentado hacer nada y ya no sabemos qué hacer».
La de Kohlberg, digo, era una teoría elegante, optimista e interesante; desgraciadamente, no funcionaba muy bien. Mientras tanto estaba brotando otra corriente intelectual. En 1975 Edward O. Wilson había publicado Sociobiología: la nueva síntesis. Wilson defendía que existe una «naturaleza humana» que marca unos límites precisos sobre lo que podemos ser, lo que podemos entender, lo que podemos enseñar a los niños, y las instituciones que podemos crear. Por eso desconfiaba de la posibilidad de crear normas morales a partir de una especie de razón pura, neutral y aséptica. ¿Existen unos Derechos Universales flotando en el éter como si fueran principios matemáticos, esperando ser descubiertos por la fría razón como si fueran el teorema de Pitágoras? ¿O más bien sentimos «emociones morales»? ¿Cómo llegamos a la aversión hacia la tortura, a través de un proceso racional o por una inmediata emoción de horror y repugnancia? Lo que Wilson defendía es que creamos brillantes racionalizaciones ex post de intuiciones morales que se explican por la evolución. Creía que los filósofos morales estaban construyendo sus cánones morales después de, en palabras de Wilson, «consultar sus centros emotivos». Esa era la síntesis a la que se refería Wilson con su libro: filosofía, biología y evolución. O sociobiología. Pero sus opiniones no cayeron muy bien. Para empezar, porque compartió estancia en Harvard con el propio Kohlberg y con John Rawls, que acababa de escribir su Teoría de la Justicia (y que seguiría reescribiéndola hasta el siglo XXI). Y porque los alumnos intuyeron vagamente que sus ideas eran un torpedo contra los fundamentos del progresismo: ¿cómo luchar por la igualdad de sexos si ahora este tío se pone a hablar de diferencias biológicas y evolutivas? Por eso aunque Wilson merece ser llamado profeta de un nuevo campo del conocimiento recibió en su lugar los calificativos de fascista y racista y masas enfurecidas le impidieron habar en la universidades: «racist Wilson you can’t hide, we charge you with genocide» le cantaban, y no se puede negar que es pegadizo.
Por eso en los 80 la sociobiología estaba francamente desacreditada, y los popes de las universidades se referían a ella con desprecio como el intento de reducir la psicología a la evolución. Pero algunos seguían a su bola inmunes a las corrientes dominantes. Ahí estaba el primatólogo Frans de Waal, que sostenía que los simios comparten algunos de los bloques emocionales que los humanos han usado para construir su moral: afecto, empatía, furia y miedo. Y en 1994 el neurocientífico Antonio Damasio escribió El error de Descartes. Por encima y detrás del puente de la nariz, en el cerebro, se encuentra la corteza prefrontal ventromedial. Damasio descubrió que los pacientes con una lesión en esta área mantienen toda su capacidad intelectual, pero su respuesta emocional se reduce a cero. Es más, tienen pleno conocimiento de lo que está bien y lo que está mal, pero no experimentan emociones al respecto. Cabría pensar que una razón no enturbiada por las emociones tendría que ser especialmente brillante. Desde Platón hemos asumido una cierta dicotomía entre razón y emociones, una división de funciones en la que corresponden a la primera las más nobles y a la segunda las más groseras. Pues bien, la revelación asombrosa de El error de Descartes era que el razonamiento requiere las pasiones. Los seres de razón pura de Damasio demostraban ser un completo desastre en su vida normal, incapaces de tomar decisiones no estúpidas e incluso de tomar cualquier decisión enfangados en la parálisis del análisis. El sueño de Platón resultaba ser una pesadilla, y se demostraba que el que había tenido razón había sido David Hume cuando, completamente a contracorriente de la intelectualidad de su época, afirmó eso de que «la razón es, y solo debe ser, la esclava de las pasiones, y nunca puede pretender otro oficio que servir y obedecerlas». Tampoco es eso. En fin, a mediados de los 90 la sociobiología ya estaba resucitando con un nuevo nombre: psicología evolutiva.
Lo habitual ante los dilemas morales que sirven de preámbulo a esta entrada es tener rápidamente una intuición moral y, a continuación, bastantes dificultades para encontrar razones para justificarla. Esto nos permite reflexionar sobre si emitimos juicios morales con la razón o con las tripas y, en este caso, si la razón se limita a construir argumentos ex post. La dificultad para encontrar razones deriva de que en todos los dilemas, más o menos desagradables, está ausente el daño: nadie sale directamente perjudicado por la acción. Eso nos permite sospechar que hay más cosas en la moral más allá del daño y la equidad.