(Una versión políticamente correcta y orientada a la realidad foral se publicó el 9 de Enero en Diario de Navarra).
Se lo prometo. Llevo una semana queriendo escribir para compartir mi indignación. En serio, estaba yo antes, pero con tanto escándalo de cartón piedra, no hay modo de acercarse al mostrador. ¿Me deja? Gracias.
Esta semana tenemos los mentideros llenos de gente alterada porque una señora ha enseñado una estampita en nochevieja. O porque quienes la defienden son los mayores enemigos de la libertad de opinión. O por algo parecido, porque la cosa va cambiando y uno no tiene tiempo de seguirlo. Entiéndanme, no es que no quiera hacer aprecio al trabajo de los que la han puesto allí para armarla. Lo han hecho muy bien.
Decía Ana Torroja que “entre pitos y gritos los españolitos hacen por una vez algo a la vez”. Era cuando la cadena de televisión de todos se preocupaba por poner a gente agradable a la mayoría para presentar las campanadas. Sí, eran sosos y tópicos, pero eran entrañables. Fíjate si la cosa era entrañable que para competir con ello tenían que poner a señoritas a enseñar cacha en Diciembre. Porque eso sí, donde haya morbo (o cacha) que se quite lo entrañable. Los humanos, ya saben. Pero a lo que iba.
La televisión de todos ya no está para ayudar a unir a los españolitos, sino para reforzar a quien manda. Y para eso hacen falta dos cosas: repartir la banderita, y hacer que los que la llevan se sientan atacados. “La banderita” en este caso puede ser la defensa de los “cuerpos no normativos” o (si eres cuñado o ministro) de la “libertad de expresión”. Ambas son cosas que defendemos todos, al menos en principio, de modo que cuando aparece alguien y las ataca, nos ponemos de su lado. Sobre todo si nos pilla despistados, que es lo normal. Y así en Año Nuevo, muchos se encuentran defendiendo a una señora, y al programa y la cadena que representa, y al gobierno que les puso ahí, sin saber muy bien porqué. No es que importe: la cuestión es que de repente hay quien defiende al gobierno justo cuando más lo necesita.
Del otro lado, claro, están los que han sido elegidos para hacer de amenaza terrible a la libertad de expresión y de alimentación. Todos aquellos que no le ven la gracia a que les insulten gratuitamente, en un momento que solía ser de unión y celebración. Claramente identificables con el partido de la oposición (y si no les identifica usted, no será porque no haya ministros señalándolo).
Es tradicional, como las campanadas. Acción, represión, acción: la reacción de “los malos” ante una provocación justifica a su vez las siguientes acciones de “los buenos”. Lo único necesario es controlar la comunicación para poder identificar claramente a cada uno con su etiqueta.
Eso sí, hay una condición necesaria, y es que “los malos” no tengan la capacidad de cambiar las cosas. Imagina que “los malos” pudieran forzar la dimisión de la maleducada y de quien dirigió el programa, y dominar el debate en medios con suficientes comentaristas, cambiando las etiquetas de sitio. Sería un desastre. Por eso hay que elegir bien las batallas, y sobre todo controlar la comunicación (al menos, la que llega a nuestro público).
Tomemos otro ejemplo de provocación controlada. Nuestro eximio presidente del Gobierno ha decretado 100 actos para conmemorar la muerte de Franco. Es algo que en principio celebramos todos, aunque para ese viaje sobren 99 alforjas. Pero en esos actos se presenta la muerte del dictador como el momento en que España volvió a la democracia. Una democracia perdida con la caída de la maravillosa, ideal y democrática Segunda República.
Es decir, se envuelve en algo que cualquiera aprobaría para mentir como un cosaco y reescribir la historia del siglo pasado, en la que un sectarismo como el suyo, en ausencia de los mecanismos democráticos y cultura de tolerancia que llevamos décadas disfrutando, nos llevó al hoyo. O a la cuneta, o a la tapia, o a la cheka.
Si le sigues la corriente, te encuentras respaldando la glorificación de una institución que no tuvo nada de democrática ni de tolerante, y a unos protagonistas que lo fueron aún menos (recomiendo el libro de Inger Enkvist “El naufragio de la Segunda República: una democracia sin demócratas”). Borrando de la memoria los abusos y asesinatos de uno de los bandos, y los motivos de otro. Es decir, reforzando modelos y referencias que Pedro Sánchez usa para justificar su actuación política.
Pero si te opones a la fiesta, hasta los moderados tienen dificultades para entenderlo. ¿Qué puede haber de malo en celebrar la muerte de un dictador? ¿Es que te gustaba? ¿Es que eres un sectario que le justifica sólo porque no te gustaban sus enemigos? Madre mía, la ola fascista que nos invade. Votemos a Pedro, rápido.
El mecanismo tiene la sencillez de un chupete, y por eso funciona… siempre y cuando controle el mensaje.
Pero Sánchez no ha abierto sólo la tumba de Franco. Ha abierto el melón de la Historia, una historia que no puede reescribir a golpe de decreto ni quemando las fuentes. El citado libro de Inger Enkvist es sólo una de las respuestas al revisionismo oficial; otro excelente es “Las 13 rosas: la verdad tras el mito” de Roberto Muñoz Bolaños. O “Aguirre, retrato de un nacionalista” de Armando Besga.
Habrá (y hay) millones de personas para las que cuestionar los mitos de la izquierda republicana sea equivalente a apoyar a Franco: de eso se ocupa Sánchez. Pero habrá (y hay) otros con la sensatez suficiente para no confundir las dos cosas. La apertura del melón es una maniobra electora del Sánchez que, si tenemos suerte y trabajamos, terminará poniendo en su sitio la reputación de la Segunda República y actualizando los libros de texto sobre una época tan dolorosa como confusa para los que sólo la han estudiado en el colegio en los últimos cincuenta años. Y terminará haciendo tan fácil entender ese pronunciamiento como todos los anteriores de la historia de España.
Las cartas al director contra la humorista sirven para lo mismo que las muestras de indignación tuitera contra el enésimo ataque a la verdad: para que algunos se envuelvan en la banderita (o se calen la boina hasta la boca) y descalifiquen a los ofendidos, y a los que creemos que la Historia no hay que expurgarla sino conocerla. Indignarse está justificado, pero mostrarlo así es peor que inútil.
Así que les propongo algo. Este año, esquivemos el trapo y vayamos al fondo de las cosas. Busquemos el modo de cambiarlas.
Imagen: fragmento de “El grito” de Edward Munch, vía Wikipedia.